Georg Heym y Baczynski

Nada innovador en lo formal Georg Heym era un revolucionario en el contenido. Los pocos, pero suficientes, poemas que dejó son cuadros expresionistas, visiones apocalípticas de una ciudad que como Sodoma está abocada a la destrucción. Creo que ya he escrito sobre este poeta alemán con lo que creo que me repito. Esta observación es de una ingenuidad deliciosa. Estupendo. Heym es un poeta que me gusta especialmente. "Me cae bien" eso es todo. No sé el motivo. No lo hay, ni tiene por qué. Bueno, tal vez sí. Murió joven y tontamente. Dicho de sea de paso detesto a Renoir y a Rubens, por ejemplo. Quiero decir que no me gustan nada sus cuadros y les insulto por eso. El polaco Herbert dedicó a Heym un poema en el que imagina el accidente fatal: Heym patinaba en un lago y el hielo se rompió. Cayó al agua gélida el amigo con el que estaba y por rescatarlo perecieron los dos. Sucedió en Berlín en 1912. Un poeta maduro dedica un poema a un poeta jovencísimo y genial. Szymborska escribió un poema sobre Krzystof Baczynski que murió a los 23 años en la insurrección de Varsovia de 1944. Baczynski  está considerado como un genio. Un genio truncado, como Heym, en plena floración. ¿Qué hubieran escrito estos dos muchachos si el destino les hubiera reservado una vida larga? (Cada uno de nosotros tiene un destino y y ése es la duración de su vida. Algo que escapa a nuestro control. Cada día que vivimos se lo ganamos a la muerte. El hilo de las Parcas). ¿Se hubieran hartado de la poesía? ¿Repetirían versos cacofónicos sin gracia? La poesía es cosa de jóvenes, como Soberano es cosa de hombres. La misma pregunta suscitan Keats, Shelley o Novalis. Bah, el mito romántico que tanto daño ha hecho. Yo qué sé. "Al cincuentón obeso en que se convirtiera" dijo Cernuda en un poema dedicado a Manuel Altolaguirre. Mucho nos cambian los años. De hecho Baczynski estaba ya casado e iba a ser padre. Es de suponer que le esperaba (y deseaba) una apacible vida burguesa si los nazis no hubieran arruinado el mundo. Su mujer murió un mes después que él en esa ciudad que no era imaginaria, sino realmente apocalíptica. Georg Heym presintió la catástrofe. Baczynski, Herbert, Milosz y Szymborska, conocieron la catástrofe. Bueno, sigo. Szymborska, en su poema de homenaje a Baczynski, recurrió a un truco original y brillante: no tomó el momento de la muerte del poeta, como hizo Herbert, sino que lo imaginó ya viejo en un balneario, leyendo tranquilamente el periódico, con sus arrugas, sus carnes flácidas y esas cosas que trae la vejez. Szymborska quiere destacar que todo es rutinario, que a nadie extraña la presencia del viejo Baczynski en ese comedor (milagrosamente aquella bala no le mató, le pasó rozando la cabeza). Para lograrlo hace que reciba una llamada de teléfono y un empleado diga en voz alta: "una llamada para usted, señor Baczysnki" Nadie se gira ni se inmuta. Ni Heym ni Baczynski llegaron a cumplir 25 años. La gracia de la juventud eterna. Ahora ya me admiran tanto o más -pues empiezo a saber lo que pesan los años- los productos de la vejez creadora que la madurez de un muchacho genial. Aportar algo nuevo cuando se pasa de los 50 años es un milagro (yo paso de esa edad y descubro un dolor nuevo cada día. ¡Eureka!) Quienes lo consiguen son titanes. Pero seamos más modestos. No hace falta producir algo grande. Envejecer con elegancia y lucidez ya es un arte. Qué difícil es mantener el espíritu joven y vigoroso, sin que las telarañas de los prejuicios lo paralicen. ¡Ah, cincuentones obesos! Si pienso en un viejo "joven" me vienen a la mente Kant, Cervantes, pero, sobre todo, Goethe. No hubo hombre más favorecido por el destino ni que mejor aprovechara los largos días de su vida. Pero, insisto, no se trata de emular a ese personaje bastante antipático y simpático a la vez. Un viejo digno y ágil es una obra de arte. Ahora bien, uno puede esperar llegar a los ochenta si no se cruza una guerra mundial por medio o no fallece en un accidente estúpido. ¿Podemos confiar en llegar a esa edad en medio de esta pandemia? 

Meditación frente al mar

Como somos parte de esta naturaleza convulsa el conflicto, la guerra, es inevitable. ¿O no es así? Vencer a la naturaleza ha sido un propósito humano quizá desde los mismos orígenes. pero hasta ahora no hemos podido detener el envejecimiento ni eliminar la muerte. Tal vez el miedo y el deseo (codicia, ambición, erotismo) sean las dos fuerzas primordiales de nuestra vida interior, nuestras pasiones principales. El miedo nos hace huir del peligro y atacar lo que consideramos que nos amenaza a condición de que sea más débil. La crueldad es hija de la cobardía, creo que dijo Montaigne. El deseo, el deseo sexual más exactamente, es la fuerza que nos trasciende; la voz de la especie que nos impone engendrar otro hombre, continuar la irracional cadena de la vida. Obedecemos a ella como sonámbulos. Esto lo expuso como nadie Schopenhauer. Quizá existan dos temperamentos: uno, el que presume que la humanidad es capaz de superar todas las barreras y progresar, y otro el que se resigna a que la humanidad nunca pueda salir del estrecho círculo en que la naturaleza la ha puesto. (La vida de un hombre, para la naturaleza, vale tanto como la vida de un caracol). El primero es un temperamento optimista; el segundo, melancólico. Mientras escribo esto recuerdo las Rubbayat (creo que se escribe así) de Omar Khayam. No sabemos por qué hemos venido (nacido), no sabemos por qué tenemos que irnos (morir). La vida es un brevísimo intervalo entre dos eternidades de nada (donde el tiempo no existe). Sólo existe este presente fugitivo, no tenemos más que eso y la memoria que también inventa. La vida es una alucinación muy nítida, nada más. Continuamente tenemos ante los ojos señales de la disolución de todas las cosas: el humo que se desvanece, las nubes, las sombras que corren, el agua que fluye. La arcilla de la que está hecha la jarra de vino fueron los labios de una mujer hermosa (una imagen del poeta persa). Tenemos una idea de los antiguos griegos y romanos que cambia con cada época, no sabremos cómo fueron en realidad. El tiempo pasado es la ceniza, la brasa, de un fuego que ardió. Otra señal de disolución. Para esta naturaleza convulsa de la que formamos parte nuestra civilización (me temo que sólo existe una en la actualidad, hegemónica, dominante en todo el planeta) no es absolutamente nada. Ni la presente ni las pretéritas que el olvido ha consumido. La cultura es una herencia que recibimos de nuestros antepasados, el resultado del trabajo de miles de generaciones y en sus logros artísticos (el Partenón, la lucha contra las enfermedades, la manera de cocinar un pescado, el conocimiento de la naturaleza) lo que hace que la vida sea digna de ser vivida. Cierto que la historia no es más que el relato de los crímenes y locuras de la humanidad, según afirmó Gibbon. En un estado de naturaleza la vida, como dijo muy bien Hobbes, es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.  
       Todos estos pensamientos, despeinados por el fuerte viento, visitaron hoy mi desordenada cabeza mientras paseaba solitario por una playa desierta. ¿Tendría que hacerme socio de algún equipo de fútbol o echarme novia?

Luces de la ciudad

A propósito de la presente iluminación navideña parece que los ayuntamientos han tirado la casa por la ventana (hace tiempo de un edificio tiraron por las ventanas a unos delegados del emperador católico y así empezó la Guerra de los Treinta Años). Calles, avenidas y callejones: en ningún lugar faltan las luces, parece un escenario psicodélico. Las ciudades sufren alucinaciones. Cada año es igual, salvo en este extraño otoño del 2020 en que este truco de la felicidad tiene un significado especial pues el ángel exterminador sobrevuela las poblaciones. Un equipo de psiquiatras debió de asesorar a los concejales y otras autoridades: "Dad a la plebe muchas lucecitas. Muchas. Son como niños. Se contentan con tan poco..." Caminando bajo esta catarata de colores, al atardecer, antes del toque de queda, con todo dios enmascarado, piensa uno que la vida es un delirio. Siempre lo ha sido, pero ahora se nota más. El Bosco era un pintor hiperrealista. 

Adiós, noble amigo

Quedamos abandonados cuando perdemos a un amigo verdadero. Un amigo verdadero es el que se prueba en la prosperidad y en la desgracia. El que ha reído y llorado con nosotros. Mucho filosofamos él y yo; su conversación era un estímulo que hacía más ágil y despierta mi mente. Como el ambiente es hostil (y en estos tiempos de pandemia hasta un grado difícil de exagerar) su charla era para mí preciosa, una necesidad que atendía un par de veces al mes. Aquí dejó comentarios, todos brillantes y escuetos: la razón de este blog eran las frases agudas que él escribía. Era por naturaleza aristocrático, un espíritu distinguido, una persona elegante. Muy agudo y psicólogo. Conocía el arte de callar, era discreto. Apreciaba las letras, la historia, las artes y sobre todo la filosofía. Recuerdo que decía que le gustaba "ver pensar" al filósofo que estuviera leyendo. Pues leyó mucho y bien: Lucrecio, Séneca, Dante, Montaigne, Nietzsche, tantos y tantos espíritus del pasado, ésos sin los cuales no hay una verdadera educación. No tenía un gramo de pedantería. No era nada envidioso. Tenía un gran corazón y mantuvo en las circunstancias de su vida una entereza admirable. No sé bien si lo admiraba más que lo estimaba. Estaba desengañado de hipocresías, moralistas y sermoneadores. Sus opiniones morales me sentaban muy bien: no te agobiaba con cargas, culpas y responsabilidades sociales más o menos vagas. Aligeraba el corazón y era verdadero. "La gente es gente" decía con una sonrisa. También recuerdo su "teoría del metro cuadrado de felicidad", así la llamaba. Aprendió a gozar del momento fugaz viendo una película de Bergman (era un formidable cinéfilo), fumando una pipa y saboreando un whisky. Le vamos a echar mucho de menos. Mi inteligencia desfallecida se arrimaba al curso de su conversación para recuperar fuerzas y encontrar deleite. Algo se muere en el alma cuando un amigo se va, dice la canción que vengo recordando estos días. Ahora yo existo un poco menos. Una condición de mi perfectibilidad -de llegar a ser el que soy- ha desaparecido. Adiós, noble amigo. Adiós, noble Felipe. 

La advertencia de Brecht

La memoria de la Humanidad para los sufrimientos pasados es sorprendentemente corta. La imaginación para los sufrimientos venideros es casi menor aún. Esa insensibilidad es lo que tenemos que combatir. Pues la Humanidad está amenazada por guerras frente a las cuales las pasadas son como miserables ensayos y éstas llegarán sin duda alguna si a los que públicamente las preparan no se les cortan las manos. 

Estas líneas pertenecen a un poema de Bertolt Brecht del año 1952. Fueron escritas en la Guerra Fría, en pleno terror atómico. Hoy esa amenaza parece adormecida, y las palabras de Brecht, esa advertencia, cobran un fuerte sentido. Por desgracia los muertos no pueden levantarse y avisarnos: "no hagáis eso". Si descuidamos la educación, si nos embrutecemos con el ruido de la actualidad, si la sed del dinero lo puede todo, estaremos preparando el camino a próximos desastres. Vemos que la desigualdad social aumenta a un ritmo preocupante y de eso no puede salir nada bueno. La pandemia, el azote de la peste, abre aún más ese abismo. Veo políticos, hombres de poder, tan necios que se preocupan por cuestiones menores, como si quisieran curar un rasguño en un cuerpo invadido por el cáncer, cuando no persiguen sus propios intereses. No tenemos buenos gobernantes y esto lo vamos a pagar. Un ejemplo: no hace mucho el ministro español de transportes se alojó en un hotel de cinco estrellas después de visitar a los inmigrantes que llegan a Canarias. Da igual que se lo pagara con su propio dinero. Muy rápido pasó de la horrenda miseria al lujo. Es evidente que su visita fue puro teatro. Es indecente hacer eso.                          

Es bien cierto lo que dice Brecht: la memoria de la Humanidad para los sufrimientos pasados es sorprendentemente corta. Con los años deberíamos hacernos sabios. En este mundo suceden desgracias que no podemos olvidar. Quizá la mascarilla nos refresque la memoria. ¿Aprenderemos algo? Yo lo dudo. Todo indica lo contrario. 


Expectativas al mínimo

Vivimos unas transformaciones sociales profundas y vertiginosas que el virus ha acelerado. Esas dinámicas monstruosas ya estaban en marcha: revolución digital, despersonalización, disgregación social.  Me gusta jugar a la sociología. Desde que se declaró el estado de alarma, cuántos puentes se han roto. Nos hemos vuelto fantasmales: si visibles, a través de una pantalla; en lo demás, ausentes o remotos. ¿Dónde se fue la vida? Ahora nos toca este extraño período de latencia, la vida social está en suspenso. Viejos amigos a los que ya no vemos desde hace meses, aquella confianza perdida. De nada sirve la nostalgia, pero es humano recordar ahora como un sueño lo que era el mundo antes de febrero del 2020. Cada uno en su casa e Internet en la de todos. Este tiempo de latencia es tiempo que no regresará. Envejecemos en él. Quizá tengamos que escribir un paréntesis en nuestras biografías. Lo siento por los jóvenes, tienen que sacrificarse. Distancia, no fiestas. Mascarillas, no besos. Asépticos espacios públicos, cerrados lugares de ocio. No les han tocado buenos tiempos. Ni a nosotros tampoco. Muchos caminos truncados, muchas oportunidades perdidas: en el trabajo, en el amor, en la aventura. Gracias si no enfermamos ni enferman nuestros seres queridos. Gracias si no caemos en la ruina. Quisiera ver el mar y pasear por Guadalajara. Sería fabuloso. Gracias si no morimos. 

¿Hay que embrutecerse?

Salir a tomar el aire a la hora del café cotidiano. Pasear junto al río. Llevar en unas hojas un ensayo de Schiller sobre lo sublime. Abstraerse de la mecánica realidad, del medio pobre. Tienes media hora para eso. Mientras tanto corren las aguas y las horas cada vez más aprisa. Las velas apagadas del poema de Cavafis son cada vez más. Volver a la orilla del mar, mirarlo con atención dispersa. El mar siempre se mira por primera vez. Un paseo por la playa para limpiar la mente de estupidez y resentimiento. El mar es un trasunto del infinito en el cual el ego se anega. No dejar de pensar, no abandonarse a la inercia. Aunque el ambiente sea hostil o indiferente. Esto es muy difícil. De niños o de jóvenes ser inteligentes parece un regalo de la próvida naturaleza. En la edad madura es una obligación. Pascal dijo: "hay que embrutecerse" No sé qué quiso decir con eso. 

Generaciones perdidas

"Hemos vivido situaciones parecidas y aún mucho peores", nos dicen los muertos sin sepultura, la masa olvidada, anónima de la humanidad. Iba a escribir Humanidad, pero la veo un poco encogida. Seamos modestos en la ortografía. Ellos, que vivieron el sitio de Constantinopla, el de Jerusalén, la destrucción de Cartago, la liquidación del ghetto de Varsovia. La lista sería interminable. No hablan en los diarios, no dan su opinión. Callan obstinadamente. Están más allá del lenguaje. Simone Weil dice en su libro póstumo "L'enracinement" que está de candente actualidad, porque si de algo adolece el hombre de hoy es de falta de raíces: "L'histoire est un tissu de basseses et de cruautés où quelques gouttes de pureté brillent de loin en loin" La intransigencia moral de Simone Weil es impresionante. Que no era una pose lo demuestra su prematura muerte. Simone fue capaz de escribir: "nous ne sommes innocents d'aucun des crimes de Hitler" Hay que tener un coraje inmenso para reconocer eso siendo judía como era, en plena guerra y sin conocer el resultado de aquella contienda espantosa. No vivió para ver el final del nazismo. Henos ahora (en este perpetuo ahora) a los vivos del año 2020 hundidos en una catástrofe mundial, por obra y gracia de un ser ultramicroscópico que está entre lo vivo y lo inerte. Ante un virus, obra perfecta de economía de la naturaleza, hay que quitarse el sombrero, aunque no se pueda dialogar con él. Un ser que ni es criatura ni cristal basta para desbaratarnos y convertir nuestra vida cotidiana en una pesadilla. Qué lástima: apagados los incendios, borrados los rostros, allanadas las montañas, nada nos dicen los veteranos que pasaron por este valle de lágrimas; nada nos dicen esas miles de generaciones perdidas de verdugos y víctimas anuladas por el olvido. ¿Nada? Tucídides ha llegado hasta nosotros. Atenas es cualquier ciudad. 

Ausente-presente y viceversa

A última hora y sin entrada (ignoraba que fuera necesaria) pude ir al acto de Anne Carson, poeta y ensayista ganadora del premio Princesa de Asturias de las Letras, 2020. La pandemia desluce también la semana de los premios. La vida tal como la conocíamos antes del confinamiento está en paradero desconocido. Anne Carson estuvo ante el público a través de videoconferencia en pantalla gigante. En ese momento se encontraba en Islandia, en la Ultima Thule que dirían los antiguos. En un momento dado su traductor, presente en el escenario, le preguntó (la charla fue en inglés) si veía al público, si nos veía. Cada uno de nosotros llevaba puesta la mascarilla y ocupaba un asiento a unos tres metros de distancia del vecino. "Veo sombras" dijo. Pensaría en el mito de la caverna de Platón, sin duda. Y saludó a la cámara.

Monstruos

Un monstruo presupone una forma: sólo existen monstruos donde existe la idea de algo. Una idea de la que el monstruo es la deformación. Por eso nos imaginamos los extraterrestres como humanos deformes. Los zombis son también eso. Un monstruo sólo existe en relación a algo que conocemos. Por ejemplo: un centauro es un monstruo, pero es la combinación de hombre y caballo. Es imposible concebir un monstruo sin que la imaginación no tenga los elementos suficientes para crearlo. Por eso la muerte no es monstruosa, ya que es algo que está totalmente fuera de nuestro alcance. Y después de esta cavilación va la pregunta: ¿nos estará convirtiendo la pandemia en monstruos? Es algo exagerada la pregunta. Pero, ¿y si no fuera exagerada? 

Son los mejores

Me llaman la atención los niños. Será que me hago mayor. Hoy, paseando por la calle ("paseando sola en mi ciudad yo sentí etc" que cantaba aquella mujer peruana) sentí un alboroto. Eran cuatro niños en un lado de la plaza. Me pregunté a qué venían esos gritos. La escena era alucinante: un hombre con la mascarilla puesta estaba en la ventana de un tercer piso limpiando con una escoba la pared de la fachada así que caían "puvisas" que se dice en Asturias, motas de polvo. Los gritos de aquellos nenos, dos niños y dos niñas, eran por ver quién recogía esos corpúsculos ingrávidos. Ay, la gravedad. La gravedad y la desgracia, por recordar a Simone Weil. 

Semiótica de la peste

Por "semiótica de la peste" entiendo los carteles, señales y otros signos (las mascarillas, las mamparas) que forman parte de nuestra vida cotidiana desde marzo aproximadamente. Las líneas en el suelo que marcan la distancia, las flechas que indican el sentido de la marcha, los carteles que indican la "entrada" y la "salida" a los edificios, los dibujos de un frasco de hidrogel. Las aplicaciones de rastreo en los móviles también se podrían considerar como parte de este nuevo lenguaje. Estamos interiorizando comportamientos, gestos, hábitos, precauciones. Cada población es un hospital o, mejor, un laboratorio microbiológico. No sé qué dibujarán ahora los niños, cómo pintarán su barrio. Sería muy interesante estudiar cómo ven la realidad (esta realidad de la pandemia) ya que tienen una mirada limpia. Si tuviera un niño cerca le diría: "dibuja tu calle". Aún quedan en pie mucho edificios que tienen grabado en piedra el yugo y las flechas. ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que esta semiótica en la que nos movemos, existimos y somos deje de tener sentido? Y con esto dejo de hacer el Roland Barthes.

La estatua y la nena

En Moscú en 1880 se inaugura el monumento a Pushkin. En aquel acto participaron Turgeniev y Dostoievski. Pasaron los inviernos rusos y la alegre primavera, que en Rusia se disfruta especialmente. En 1902 una niñera lleva a su pequeño y a los amigos de paseo por los parques de Moscú. Entre ellos está una niña gordita y fantasiosa. Cada día caminan hasta la estatua. Con la costumbre la "estatua de Pushkin" se convierte en la medida del espacio -una versta- de esta niña (eso dirá años más tarde). Ese gigante negro de granito obsesiona a la nena que se llama Marina, Marina Tsvetáeva. Lo cuenta en "Mi Pushkin" esta poeta rusa. Qué importante puede ser para la fantasía y el desarrollo posterior de un niño un monumento: una estatua, un bello edificio, un parque. Este breve texto de la poeta rusa es, en mi opinión, uno de los homenajes más emocionantes que se han tributado a un poeta. La veneración de Tsvetáeva por Pushkin es congénita. Ella era poeta y lo entendía. Ahora estamos nivelados y nadie se alza, por su genio artístico, científico o literario, sobre un pedestal. Viena, Berlín, Weimar, Stuttgart tienen estatuas de Schiller, el clásico (a sus pies Goebbels dejaba ofrendas florales como a poeta nacional). No hay estatuas de bronce de Joseph Roth. ¿Erigir una estatua a un alcohólico? Maiakovski murió a tiempo para que le erigieran estatuas. ¿Erigir una estatua a un suicida? Pushkin murió en un duelo, como se sabe. Los adversarios fueron "cualquiera" y "el único" así dice Tsvetáeva.

En plena producción de kafkianitos

Meditaciones melancólicas de corte existencialista y clarolunesco como la de la entrada anterior tienen poco que hacer en el mundo contemporáneo. Considero la biografía de Kafka de Reiner Stach, editada por Acantilado. Los libros salen uno tras otro, los dos tomos en tapa dura dentro del estuche. En la imagen (lo veo por internet) se observa la última fase del proceso: las máquinas envuelven en plástico los volúmenes. ¿Qué más da que sean condones, sardinas o biografías de Kafka lo que resulte del procesado? Se podría pensar que esa cadena de montaje, ese automatismo, está al servicio de la "cultura". No seamos ingenuos: la cultura es un negocio, es lo que da de comer a la gente del gremio, aunque la gente del gremio apele al espíritu para vender sus cosas. El espíritu, para que funcione, tiene antes que comer. Primum vivere etc Viendo ese extraño vídeo parecería, por la velocidad de la cinta, que en media hora iban a llenar el mundo de kafkas. Por fin un genio ubicuo, al alcance de todos los hablantes de español. Sí, de todos los que tengan los 85 euros que cuesta el libro. Sobre esto hay una anécdota de Kurt Tucholsky. Este escritor judío de Berlín (que, por cierto, fue tal vez el primero en detectar lo kafkiano en Kafka) recibió una carta de un muchacho lector suyo en la que le decía con encantadora ingenuidad que le deseaba que se muriera para que así sus libros fueran como los de Goethe, que costaban muy poco. Tucholsky, a quien hizo mucha gracia la ocurrencia, se dirigía a su editor Rowolth y terminaba con este aviso: ¡hagan nuestros libros más baratos! Decía el biógrafo Reiner Stach que Kafka se preguntaría por qué nos interesa su fracaso. Lo mismo se pregunta Van Gogh. La posteridad es caprichosa. Son casos excepcionales. Voltaire leyó una Oda a la Posteridad de un oscuro poeta. "No creo que llegue a su destino" sentenció Voltaire. Acertó.

Aún no

A finales de agosto fui a la playa. Me dí un par de baños. Cuando me acercaba al mar pensé "y si me ahogara esta tarde".  Cualquier momento es el momento de morir, sin duda, pero yo pensé en aquella situación particular con cierto temor supersticioso. Estamos a mediados de septiembre, está claro que pude mantenerme a flote. He vuelto a nacer. Aquí sigo, braceando como todos, unos con más fuerza, otros con menos. Hasta el momento en que muera el último hombre. Si pienso con sangre fría, ¿qué hubiera pasado si, efectivamente, me hubiera ahogado aquella tarde del extraño verano de 2020? Pues poca cosa. Serían unos segundos de pánico, seguramente, luego, la inconsciencia. La desaparición definitiva de mi efímera persona. No me parece mal anticipar en la mente esta despedida. Muchos que me conocieron ya me han olvidado, pero aún respiro. Sigo fantaseando con el amor que es un sueño tenaz pero cada vez más tenue, como sigo atado a la rueda de un trabajo humillante en un pueblo miserable y decrépito. Como sigo con mis palpitaciones, mis prejuicios y con las rutinas del cuerpo. Por todas partes el hombre mismo es el estorbo peor para su destino de hombre. Materia corruptible. De vuelta al seno profundo de la naturaleza. Ah, la naturaleza. La echamos tanto de menos en estos tiempos de peste. Un suceso insignificante -sí, insignificante, qué alivio- en la inmensa extensión del tiempo y del espacio. Ah, pobre vanidad de carne y hueso llamada hombre, ¿no ves que careces absolutamente de importancia? ¿Son estos pensamientos tristes y lúgubres? Pues fueron los mismos del emperador Marco Aurelio. 

Me desdigo

Unas entradas más atrás dije no sé qué barbaridades acerca de Schopenhauer. Es cierto que se afirmaba que es un gran escritor, pero se le ponían tachas. Hay que cambiar de opinión. El capítulo sobre la muerte de El mundo como voluntad y representación es uno de los textos más impresionantes que se han escrito. Es absolutamente grandioso. 

Mejor vivir al día

Entro en una iglesia (católica, esto es España) de barrio rico. Está abierta y dentro tiene que hacer un fresco agradable. Afuera quedan los ruidos del presente. Miro las vidrieras, las imágenes, los símbolos. No hay música, ni murmullo de oraciones. Una de las mayores "maldades" que conozco es la de Swift, que a los confesionarios los llamaba "la oficina de los cuchicheos". No, no es distancia. Será una oscuridad luminosa. En cuanto a la Gracia, no la siento. Amar a una criatura efímera hasta querer haberla engendrado. Quien estuviera tocado por la Gracia divina, ¿no tendría que estar por encima de afectos terrenales? Confucio lloró al morir un amigo suyo: "el Cielo quiere destruirme" parece que dijo. "Y Jesús lloró" se dice. Como a todo niño de mi generación me educaron en la fe de Roma. Entiendo que la fe religiosa da una fuerza grande, pero no creo que haya fe sin zozobra. Soy lego en esta materia, no me expreso bien. "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado" Me atrae la liturgia, me interesa la historia de la Iglesia (concilios, encíclicas, papas, heresiarcas, etc) me gusta el latín. Es una raíz. Pero no creo. La agonía de Unamuno ha quedado periclitada. ¿Dios es Amor? De todos los odios posibles el más furioso, el más ardiente y apasionado, el más destructivo, refinado y ciego es el "odium theologicum". Cómo se odiaban los enemigos en las disputas teológicas. Qué olor a carne quemada. Qué gritos de dolor. Qué humillaciones. Un ejemplo de los muchos que se podrían dar: el exterminio de los cátaros. Como último refugio de lo divino quedaría el orden de la naturaleza, la armonía de los cuerpos celestes. Era la fe de Einstein: "Dios no juega a los dados" Pero en este cosmos -¿o es un caos?- del universo en expansión y con la evolución más que demostrada, ¿qué sitio le corresponde? Nietzsche asumió ese vacío: resolvió la cuestión adoptando la vía dionisíaca, la afirmación de la vida sin metafísica y sin sentido. Más allá del Bien y del Mal. Qué final tan patético tuvo. Yo veo que esta naturaleza es un torbellino furioso de generación y destrucción y que no somos nada. Es mejor no pensarlo. Mejor vivir al día. O no. 

El parto

Cerca de la ciudad, por un camino al lado de una finca, bajo un laurel y un roble, hay una vaca tumbada. De vuelta del paseo, por el mismo camino, la vaca, que ahora está de pie, acaba de parir -oh, milagro- un ternero (un xatín, se dice en Asturias). Atardece, corre un brisa fresca. En la hierba está la placenta. La madre, ajena a la mirada de los tres ganaderos y de nosotros, lame sin cesar a su cría que todavía no se ha levantado, débil como es, y que tiembla de frío. (Y lo hace a conciencia, del todo, como un obispo cuida de su grey, como un presidente de banco cuida de sus accionistas, como un político cuida de sus conciudadanos, como una multinacional cuida del medio ambiente, como una agencia de publicidad cuida de la educación del consumidor). Era una estampa conmovedora de afecto maternal. Qué cuidado, qué cariño, qué ternura. Segantini, que era huérfano de madre, pintó varios cuadros de tema similar. En la naturaleza, pienso, no todo es comerse unos a otros, no todo es una lucha despiadada. Nos han enseñado que hay que competir, pelear, casi siempre por algo miserable. Así la contienda, además de cruel, es patética. La vaca o la perra o la gata o la loba o la burra lamen a sus crías, les dan forma con la lengua. Oh, inocencia, idilio pastoril. Et in Arcadia ego... ¿Será rentable esa explotación ganadera? Por contraste me percaté, con doliente lucidez, de la ausencia de amor en nuestra vida pública y social, la vida de este mamífero sutil, que es un delirio de demonios. No muestres debilidad. No esperes misericordia. 

Trabajo

Para pensar y estudiar las mejores horas del día son las de la mañana. Entre las ocho y la una de la tarde. Horas tiradas a la basura. Precisamente las horas en las que estamos en la oficina, dedicados a tareas rutinarias que en un futuro próximo... Mejor será no pensar en el futuro. Antes podía ilusionar, ahora da miedo. Los mejores años para el trabajo intelectual son los años jóvenes, entre los 25 y los 45 años. Años tirados a la basura. Precisamente los años en que estamos en la oficina, en el taller, etc. Muchas horas, muchos días, muchos años, frente a la pantalla del ordenador, sin posibilidad de iniciativa, entrando y saliendo a la hora establecida (cuando no haciendo horas extra). ¿Qué rendimiento se obtiene de todas esas horas de secuestro? Absolutamente ninguno, salvo el modesto salario. El trabajo es el enemigo. De una grave enfermedad puede uno recuperarse, pero del trabajo no. El trabajo es una cárcel, es una pena de muerte: es el culpable de que hayamos vivido -estemos viviendo- en vano. El trabajo impide ver el amanecer y el atardecer (perderse crepúsculos es gravísimo); impide ver mundo (no conocer Islandia es un pecado). El trabajo fatiga, deprime, embrutece, humilla, obliga a estar cada día en compañía de personas con las que no se tiene nada en común, aniquila al individuo, fuerza a madrugar (uno de los objetos más odiosos es el despertador), convierte a Juan García en alguien útil (ser útil, ¡qué horror!). La vida, la vida entera que pasamos trabajando en algo que no nos gusta o que aborrecemos (los privilegiados que se dedican full time a lo que les gusta se cuentan con los dedos de una mano) podríamos haberla dedicado a rascarnos la barriga o a cultivar nuestro espíritu (ah, pero ¿existe todavía el espíritu?). ¿De qué manera? Yo qué sé. Estudiando idiomas, visitando museos, leyendo a Aristóteles, observando la metamorfosis de los insectos, conquistando el amor (el infame tiempo del trabajo es tiempo robado al amor). Dijo no sé quién: "nacemos originales, nos convertimos en copias". Si la naturaleza nos concedió un don especial, un talento creativo, podríamos dejar huella, un testimonio de que pasamos por el mundo. Juan García (digamos que es taxista o mecánico) que acaso tuviera inquietudes artísticas, podría ser un Einstein o un Maquiavelo o un Dante. Juan García podría haber escrito algo como Hamlet, o la Crítica de la Razón Pura o la Sinfonía 41 en do mayor... para que un solemne director de orquesta se luzca. Pero el trabajo, cadena perpetua, se encarga de arruinar la personalidad de Juan García. Y a Juan García le llega la vejez. Hora de jubilarse. Ahora que está consumido y ya no tiene fuerzas. Si Juan García ha pasado treinta o cuarenta años de su vida sometido al yugo del trabajo, mejor que no eche la vista atrás. Si aún le queda algo de lucidez le invadirá la melancolía. No ha construido nada. No tiene biografía. Su puesto lo ocupó otro en menos de 5 minutos. La cúspide de la famosa pirámide de Maslow es la "autorrealización". A esa cúspide llega uno entre 50 millones de personas. Por una combinación extraordinaria de talento, suerte y tenacidad el individuo que se autorrealiza ha logrado imponerse a la férrea mecánica social, ha sacado la cabeza de la muchedumbre anónima. Ha realizado una obra personal, original. ¿Fueron felices esos elegidos? Seguramente, no. ¿Quién es feliz en este mundo? Pero, ¿quién habla de felicidad? Si la vida es tan corta y sólo la vivimos una vez, ¿por qué es una pura pérdida para la inmensa mayoría? (Cito libremente a Chéjov). Perderse tantos crepúsculos, eso sí es una falta muy grave y no llegar tarde al puñetero trabajo. Cuanto más abajo en la escala social con más rigor se juzgan las faltas, por insignificantes que sean. Un hombre libre (el que no tiene que trabajar o trabaja en lo que le gusta) es arrogante. Naturalmente estas consideraciones son totalmente utópicas. ¿Y qué tiene de malo eso? Encima dar las gracias por tener un miserable trabajo. Aunque nos exploten. De la vocación ni hablamos, repartidor de pizzas, empleado de lo que sea. ¡Viva el conformismo del esclavo! Me viene a la memora el ensayo de Oscar Wilde El alma del hombre bajo el socialismo. Con el divino ocio, posible gracias al desarrollo tecnológico, podríamos cultivar, dice Wilde, nuestra personalidad... etc etc. El trabajo es una infamia. ¿Qué tal le sentaría la mascarilla a Oscar Wilde? 

Baños de mar

En el extraño verano del 2020 la playa es una evasión. Entrar en el agua del mar es un bautismo. Primero el agua alcanza las rodillas, luego, según se adentra uno, paso a paso, las olas, como invitándonos, van cubriendo los muslos, el ombligo, el pecho. Hasta que llega ese momento en que perdemos el respeto y nos zambullimos. Baustimo por inmersión. Los grandes momentos de una vida humana son sin por qué, tienen menos de reflexión que de decisión. Atrás queda la humillación del trabajo, de esa implacable rueda productiva, con sus mezquinas jerarquías y sus horarios rígidos (o flexibles, da igual, esa palabra esconde la intención de explotar); todas las artimañas con las que los hombres pretenden empequeñecer y castrar al individuo. Atrás queda el ruido de la actualidad, los mensajes del móvil (buena parte de ellos son dependencias absurdas), tantas cosas que nos impiden dar ese grito salvaje de autoafirmación y libertad. Es cierto que somos seres sociables -aunque ahora tengamos que mantener la distancia- pero también somos hijos de la naturaleza. Y según ella no pertenecemos a nadie. Qué ligero se siente uno flotando en el agua elemental. Uno sale de ella como renacido. Recuerdo ese verso de Eurípides: "el mar lava las penas de los hombres". Gran verdad.

El señorín

Se acordarán de que en la entrada anterior hablé de manera bastante cursi de un señorín solitario, etc. Bien, pues hoy lo he vuelto a encontrar. Iba solo, como siempre. "Hombre, pensé, el señorín que he inmortalizado en el blog".  Desde luego, la vanidad puede alcanzar cotas inimaginables. El señorín me dijo al pasar: "leí tu blog, gracias por tus palabras, es un honor. Pero no me parezco nada a Lincoln" 

Recuérdame, susurra el polvo

Coincido en el semáforo con un hombrecillo ya mayor. Vive por el barrio, le he visto bastantes veces paseando siempre solo, con las manos atrás. Siempre solo. Lleva barba blanca y bigote afeitado, así que me recuerda a Lincoln. Hombre humilde, anónimo, insignificante. ¿Dónde lo colocaría Dante? ¿Habrá para él infierno, purgatorio o paraíso? ¿Cómo rescatar un alma -aunque sea susceptible de perdición- en nuestra fea época de masas? Es de estatura muy corta, sin ser enano. Ni sabré cómo se llama, ni sabré cómo piensa ("habla, para que te conozca" dijo Sócrates a un joven). Ni siquiera sé si es mudo. Y no hay más misterio. Un viejo solitario que pasea por una ciudad como hay miles. Si lo pintaran Velázquez o Van Gogh. ("Así serás tú dentro de poco" me dice este señorín frágil y triste). Ayer, como quien dice, corría detrás de una pelota. ¿Le pesará el universo? ¿Le gustará el jazz? ¿Pensará, como yo, que el jazz es la antimúsica? De algo estoy seguro: no está en las redes sociales. No tiene cuenta en twitter ni en facebook. Antes Dios llevaba la cuenta de estas existencias sencillas. Si en la mente divina nada existe en vano, nada se pierde. Aunque si es para anonadarnos como en la doctrina de la Predestinación de Calvino, ¿no sería mejor que Dios, terrible juez, nos olvidara? Espera a que el semáforo se ponga en verde para poder cruzar. No sé por qué recuerdo ahora esos versos de Peter Huchel que gustaban a Brodsky: "recuérdame, susurra el polvo"  

Paseo de domingo

A lo largo del paseo vespertino de un domingo inmemorial se detuvo a propósito tres o cuatro veces para salir de sus pensamientos. "Esta es la realidad" dijo mirando a los edificios, "lo que te pase a tí como individuo carece por completo de importancia". Se cruzó con una vieja y pensó si ese fugaz encuentro estaba predeterminado desde la eternidad. Resolvió que no, que era puro azar. Pensó que no servía para la política ni para las finanzas. Pensó que vivía en una ciudad insignificante y que cada persona con la que se cruzaba no dejaría ningún rastro de su paso por el mundo. Pensó que hacía mucho tiempo que no veía un atardecer ni un amanecer. "Antes, pensó, los pájaros se alejaban de mí cuando me acercaba a ellos. Ahora son también los hombres, y yo también los rehúyo" In the prison of his days, teach the free man how to praise. Prisionero del tiempo y de su identidad: le gustaría no ser nadie, ser un puro espejo, no tener nombre; que sus problemas personales, sus angustias, recuerdos y anhelos se disolvieran en el vacío. Se fijó en un hombre acurrucado en un saco de dormir, completamente desamparado. Oyó a un niño decirle a su madre: "mira qué bicicleta". Pensó que la vida era un salvaje delirio.

Hombres buenos

En una entrevista para la televisión chilena Roberto Bolaño dijo algo que sabía que parecería una bobada: dijo que los grandes escritores eran "hombres buenos". Tuvo coraje Bolaño al arriesgarse a parecer tonto. Efectivamente, esa afirmación, que me parece muy acertada, resulta chocante, contradice el tópico del gran artista, satánico o maldito, tipo Verlaine ("el genio de un dios y el corazón de un cerdo" lo definió Jules Renard). Que esto no parezca una homilía: debilidades tenemos todos los mortales y no se trata de miserias de cintura para abajo, deslices ni cosas de poco momento. Bolaño citaba a Whitman y a Kafka como ejemplos de "hombres buenos". No es cuestión de juzgar la vida personal de un novelista de genio como Thomas Mann. Lo que digo es que Thomas Mann lo tuvo claro: defendió la humanidad al atacar al régimen de Hitler y poner por encima de todos los valores del Bien, la Verdad y la Belleza. Aquí podrían multiplicarse los ejemplos: Dante ataca en muchos lugares de la Divina Comedia la rapiña de Siena o Florencia o Pisa. Ataca la avaricia, la discordia, la estupidez de sus semejantes. Como juez es terrible, pero se desvanece a menudo, por piedad, ante el dolor de los réprobos. Está del lado del Bien y no porque fuera un infeliz: retrató el Infierno y sus horrores como nadie, pero como era un poeta enorme también la Gloria del Paraíso. ¿Habrá alguien que dude si Cervantes era un hombre que creía en la nobleza y la generosidad? ¿Era don Quijote un granuja, un ruin, un cínico? Ya, pero el mundo se burlaba de él. Antonio Machado, ¿no fue un hombre bueno? Nietzsche, que puso una carga de dinamita en los cimientos de la moral milenaria, era lo bastante sensible para rechazar una moral hipócrita. ¿Alguien duda de que hubiera despreciado a los bárbaros nazis que pretendieron ponerlo bajo su bandera? Pobres difuntos, qué indefensos están; con lo que Nietzsche aborrecía el nacionalismo alemán, aparte de que no era antisemita. El ideal del "superhombre" no fue para él Himmler (Himmler justificando la masacre de judíos se proclamaba ante sus SS como anständiger Mensch, hombre decente). Pensemos en los rusos: Tólstoi, Turgueniev o Chéjov sí eran hombres decentes. No hay criatura, por ínfima que sea, a la que Chéjov no haya dignificado. Platónov vivió la época de la demente industrialización soviética. ¿Hay épica en su obra? ¿Por qué escribe entones sobre una flor desconocida o unos niños que se pierden en el campo y tienen miedo a una tormenta o en el destino de un oscuro trabajador al que avasalla ese movimiento de masas? Vassili Grossman era otro escritor capaz de narrar con ternura la epopeya de una perra callejera, podría ser Laika, a la que mandan al espacio. Nuestra época es de una rudeza que se acerca a lo bestial. ¿En alguna época reinó la armonía? Sería en la mítica Edad de Oro. No, la historia es un relato sangriento, un cuento contado por un idiota lleno de ruido y furia... Si yo no respeto más a un oscuro empleado que tiene sus principios (aunque no le importen a nadie) que a Trump o a Florentino Pérez, entonces tengo un problema. No se trata de ser un santo. Es, creo yo, una cuestión de dar valor a la vida. Si no se aspira al Bien la Verdad y la Belleza la vida no vale nada. En este mundo de fuerzas naturales ciegas, tan implacable, tan cruel, que despedaza individuos de un estúpido manotazo, sólo el hombre puede dar dignidad a su trágica condición. Puede hacer eso o abandonarse a ese caos, seguirle la corriente, alimentar el fuego de esa hoguera. Stefan Zweig, que era un idealista, un hombre noble, sucumbió a la desesperación, pensó que su Europa, todo aquello en lo que había creído, estaba definitivamente perdida. A Orwell, por desgracia tan actual, le movió el asco por el totalitarismo cuando escribió Rebelión en la granja y 1984. Orwell que lo que más deseaba era una vida sencilla y tranquila en el campo cuidando de sus animales. Kant expresó de manera memorable el dilema del justo: El engaño, la violencia y la envidia andarán siempre a su alrededor, aunque él mismo sea recto, pacífico y benévolo. Y los otros hombres justos que él encuentra además fuera de sí mismo estarán, sin embargo, sin que se considere cuán dignos son de ser felices, sometidos por la naturaleza, que no se preocupa de eso, a todos los males de la miseria, de las enfermedades, de una muerte prematura, exactamente como los demás animales de la tierra, y lo seguirán estando hasta que la tierra profunda los albergue a todos (rectos o no, que eso, aquí, es igual) y los vuelva a sumir, a ellos, que podían creer ser el fin final de la creación, en el abismo del caos informe de la materia de donde fueron sacados. Es un error considerar a los canallas que triunfan en la vida avasallando (¿qué clase de triunfo es ése?) como dignos de admiración y no como miserables fantoches. Siempre me pareció patético el personaje de Hannibal Lecter por muy inteligente que fuera. El malo es un ignorante, dice Sócrates. Tomás de Aquino era tan sencillo y humilde que parecía estúpido a ojos de un estúpido. Leonardo da Vinci, que imaginó la máquina de volar, liberaba los pájaros enjaulados. Ya esto le parecía insoportable. Grandes hombres como Spinoza, Riemann, Chesterton o Newton eran sencillos: la complejidad la llevaban dentro de su cabeza. Esta época que nos toca padecer, tan confusa, tan negra, está ante terribles desafíos. ¡Menudo descubrimiento! La desmoralización es un peligro. El Bien, la Verdad, la Belleza... eso suena a música celestial. Sí, estamos desmoralizados. Síntoma de desmoralización es considerar idiota al que, como Bolaño, afirma públicamente que genios como Whitman o Kafka eran "hombres buenos". 

Según envejezco

Según envejezco voy acordándome de escenas de mi remota infancia y adolescencia. En realidad no soy yo quien los busca, son esos recuerdos los que me asaltan (expresión muy acertada) sin que yo lo pida. ¡Cuánto ha cambiado el mundo! La vida es larga, muy larga. Esto es una confesión a la vez íntima y general, que diría Borges. De joven yo estaba en el mundo como cosa hecha, no lo ponía en cuestión. Ahora cada día es un asombro porque me doy cuenta de que tenemos los días contados. El poeta Brodsky dijo en una ocasión algo muy inteligente, como todo lo suyo (qué brillante y qué intenso ser humano fue Brodsky), dijo que al envejecer uno va separándose del cosmos. No recuerdo sus palabras exactas, pero la idea era ésa. El cosmos, como conjunto del universo físico. Esa separación es un proceso que culmina con la muerte. Un camino de soledad. Niños y jóvenes están, por decirlo así, dentro de la naturaleza, en su esfera. Es un hecho biológico que se encuentra en los animales. Con la edad la naturaleza nos va apartando de sus brazos. El cuerpo empieza a fallar. El tiempo se acelera. Cada sol repetido es un cometa. Ahora reconozco que envejecer es un arte. Encuentro en cada viejo, si no lo ha destruido la demencia, a un modesto filósofo. Me maravillan las creaciones de genios precoces como Rimbaud, Keats, Mozart o Einstein (no hay que olvidar que Einstein terminó su trabajo a los 37 años). Pero hoy me maravillan más las obras de algunos viejos que conservaron su potencia creadora en el arrabal de senectud: Cervantes, por ejemplo, o Kant, pasaban de los sesenta cuando escribieron el Quijote y las Críticas, respectivamente. Si tengo que seguir cumpliendo días -ya no hablo de años- que sea sin amargura, ni envidia, ni vanidad, ni rencor, ni miedo y sin esperar demasiado (o nada) de mis semejantes y semejantas (el amor es menos apasionado cuando la sangre se enfría, de aquel fuego queda una resignada tolerancia y un sano y cuerdo escepticismo). En mis años mozos también yo fui un gallardo potro. Si algo me enseña la edad es esto: uno tiene que arreglárselas solo.                                                                                                                                                     ¡Ah, ambiciones y embelecos de la juventud! Ir tirando es toda una victoria. Ya no se trata de comerse el mundo. Ya vemos en qué para todo. ¿Será esto lo que llaman sabiduría? ¡Quién sabe!

Encuesta espontánea

¡Oh, tiempos de peste! Estuviste por la tarde en un bar de pueblo, al aire libre, pisando hierba, con unos amigos. Muy agradable la charla: el curso meandriforme de la conversación, con sus vueltas y revueltas, como cosa viva que es. De vez en cuando levantabas la vista al cielo, con unas nubes formidables que filtraban los rayos oblicuos del sol. Sabes que las mirabas, a pesar de la atención que ponías, algo distraído. Es el mal de nuestra época: la distracción permanente, la falta de concentración. Estamos rodeados de prodigios, nuestro cuerpo es uno de ellos, nuestra mente también. De vuelta, ya en casa, miras el móvil y ves un aviso: se te invita a evaluar el bar donde estuviste. Pero, ¿cómo sabe ese aparatato que estuviste allí? Es la providencia de la Tecnología, hasta los pelos de nuestra cabeza están contados por ella. No es ninguna paranoia afirmar que estamos permanentemente bajo control. Un control inocente y amistoso, al menos en este caso. O eso parece. Se nos pide nuestra importante opinión. "¿Ha quedado satisfecho el señor?" No, no es la Tecnología, sino los intereses a los que sirve. En tanto individuos nuestra experiencia personal, auténtica, íntima, está pisoteada, confundida o anulada en la vulgar masa informe que consume y devora. Usurpa su puesto el aristócrata neoliberal que exige ser bien servido, ya sea en una gasolinera o en un merendero. Hasta el mismo infierno terminará por estar sometido a este tipo de evaluaciones. ¿Entran en esta alucinante valoración -que tú no has pedido- las nubes que observaste, las ideas que escuchaste, la compañía en la que estuviste, la brisa que corría y el graznido de los tres gansos? ¡Oh, tiempos de peste! 

Félix Pequeño

Recomiendo las Lecciones sobre el desarrollo de la matemática en el siglo XIX, de Félix Klein (1849-1925). Este señor era matemático de profesión. Como matemático no puedo juzgarle, pero como escritor es espléndido. Qué amenos sus retratos de los matemáticos, qué observaciones tan interesantes, qué psicología para entender las rarezas de algunos de estos genios, qué sentido histórico. La sensibilidad artística no abunda entre los matemáticos. Un matemático francés, después de ver una tragedia de Racine, dijo encojiéndose de hombros: "¿y esto qué prueba?" (Diderot cuenta esta anécdota a su amiga Sophie Volland y le responde: "pues que eres un pedazo de alcornoque"). Hay una anécdota parecida con el poeta Tennyson y el matemático Babbage. El que esté interesado puede buscarla en internet, es muy graciosa.
          Pues bien, el gran Félix Klein dice esto de Gauss:
"El fenómeno que aquí nos topamos no es caso aislado en el quehacer de Gauss, quien a menudo dejó inéditos sus más hermosos logros. ¿Qué puede haber ocasionado esta rara detención cerca de la meta? Quizás haya que buscar la razón en una cierta hipocondría que es patente le asaltaba a veces en medio de sus trabajos más afortunados. Testimonio peculiar de tales estados de ánimo se encuentra por ejemplo en las anotaciones a los trabajos sobre funciones elípticas entre 1807 y 1810. Ahí aparece de repente entre anotaciones puramente científicas, escrito cuidadosamente con lápiz prefiero la muerte a esta vida. Acaso hay que buscar el motivo de tales estados de ánimo en las circunstancias externas, sumamente tristes, en que a la sazón se encontraba. (...) Vivía en una casa mísera de la Turmstrasse... sus allegados, sobre todo su familia, no mostraban la menor comprensión por su trabajo titánico, en apariencia sin utilidad y meta alguna, que le apartaba de cualquier otro interés sin traerle ningún éxito externo. Se le hacían amargos reproches, y había quienes dudaban de que estuviera en su sano juicio"
                 Hay un episodio del matemático Dirichlet, que estaba casado con una hermana del compositor Mendelssohn que me recuerda automáticamente el cuento de Chéjov "La cigarra": una mujer joven y hermosa se rodea de la brillante sociedad de pintores y artistas y desprecia en secreto a su marido, médico de profesión. El hombre no destaca en las conversaciones, es taciturno, parece bobo. Al final el marido enferma de difteria y muere. Entonces su esposa descubre -demasiado tarde- que era una eminencia. Estaba casada con un gran hombre y no lo sabía. A Dirichlet le pasaba algo parecido, dice Klein:
         "la casa de los Mendelssohn en Berlín, ..., era el centro más brillante de reunión social, la señora Dirichlet supo también reunir en torno suyo durante su breve estancia en Gotinga a todas las mentes con intereses científicos y artísticos en una sociedad muy frecuentada. Se cuenta que en todas las celebraciones que tenían lugar en su casa, Dirichlet tomaba parte modesta y retraídamente. Acaso el tipo de inteligencia deslumbrante que le rodeaba, el oleaje de espumas infinitamente breves, no cuadraba del todo con la mar de fondo que agitaba la suya"
         En este libro también aparece el retrato de Niels Henrik Abel, matemático noruego. Se podría decir que es el Keats de las matemáticas. Murió de tuberculosis a los 26 años, acosado por la pobreza. Para remachar la mala suerte de este muchacho genial: días después de su muerte le llegó la invitación para ocupar un puesto de profesor en Berlín, lo que hubiera resuelto su vida. Acerca del monumento que se erigió a Abel en Oslo dice Klein:
          "A este matemático bendecido por Dios habría que erigirle un monumento como el de Mozart en Viena: un hombre llano y de aspecto en absoluto llamativo está ahí escuchando atento, rodeado por delicados genios que se ciernen a su alrededor y le traen como en un juego sus dones de otro mundo. No puedo privarme de recordar con esta ocasión el monumento totalmente distinto que se erigió en Cristiania (antigua Oslo) en memoria de Abel y que por fuerza decepcionará a cualquiera que conozca su natural. Sobre un bloque de granito que se alza a pico, un atleta juvenil como un héroe de Byron avanza hacia las alturas sobre las grises figuras de dos víctimas. En todo caso, si es que uno puede aún figurarse a tal héroe como símbolo del espíritu humano, se preguntará en vano por el significado profundo de esos dos monstruos vencidos. ¿Serán eso las ecuaciones de quinto grado y las funciones elípticas? ¿O las amarguras y preocupaciones de la vida cotidiana?"
           Hablando de Cauchy, que era reaccionario, clerical y un gran matemático dice Klein:
 "El ejemplo de Cauchy nos indica que en nuestra ciencia también cabe el tipo de actitud ideológica diametralmente opuesto. En lo que este hombre tampoco es un fenómeno aislado; más adelante encuentra compañeros de ideología en Hermite, Jordan o Pasteur, asimismo de tendencia rigurosamente clerical. Frente a ellos, Faraday o Riemann representan una ingenua piedad protestante en modo alguno estorbada por el elevado desarrollo intelectual.... Gauss, quien por fuerza ha de interesarnos en este contexto, era en lo que toca a su persona igualmente de una religiosidad sencilla y honda; en lo externo deseaba "un régimen ordenado que le garantizara tranquilidad para su trabajo"... Este breve panorama confirma lo que toda observación del ser humano enseña, que las dotes intelectuales no son decisivas en cuanto a la manera de ver el mundo"
           Y termino esta larga entrada con el retrato que Klein hace de Riemann, el matemático que, entre otros logros, imaginó la geometría que sirve de fundamento a la Teoría de la Relatividad General de Einstein:
"De apariencia asustadiza y nada desenvuelto, el joven profesor a quien miramos como a un santo los que hemos nacido después tuvo que tragarse más de una pulla de sus colegas. A menudo sufría una tristeza que a veces se crecía en genuinos ataques de melancolía. ... Retraído del mundo circundante Riemann vivió en silencio su propia vida, incomparablemente rica. Es una disposición caracterial típica del genio la que encontramos en Riemann: hacia fuera, un pacífico tipo raro, lleno de fuerza e ímpetu por dentro"
           En fin, estas Lecciones sobre el desarrollo de la matemática en el siglo XIX son una maravilla y la traducción de José Luis Arántegui, excelente.

Errar no es angélico

Hubiera hecho muy bien Schopenhauer si eliminara, pues le deja como un ignorante, el capítulo dedicado a la materia de El mundo como voluntad y representación. Dicho brevemente: es una serie de burradas de principio a fin. Por ejemplo, Schopenhauer defiende la teoría de la generación espontánea: "De ahí que, a consecuencia de ciertas enfermedades o caquexias se den las condiciones vitales de los epizoarios y, según la proporción de las mismas, surjan por sí mismos y sin huevo piojos (del cuero cabelludo, del pubis o del cuerpo), por compleja que pueda ser la estructura de estos insectos, pues la putrefacción de un cuerpo animal vivo da material para estas complejas producciones, al igual que el heno en el agua aporta infusorios. ¿O acaso se prefiere que los huevos de los epizoarios floten en el aire? (¡Qué pensamiento tan horripilante!)"
            Eso por lo que defiende. Ahora por lo que ataca: la teoría de los átomos. Dice: "Esta hipótesis de trémulos de átomos etéreos no sólo es una quimera, sino que iguala en torpe rusticidad a las peores ocurrencias de Demócrito; pero es bastante desvergonzado darla hoy en día como cosa hecha, consiguiendo que miles de escritorzuelos estúpidos, etc"
             Leer su "obra magna", como él la llamaba, me está causando decepción. No conocía este capítulo, por ejemplo. No hay estupidez que no haya sido defendida por algún filósofo. Así que Schopenhauer también metía la pata... ¡y de qué forma! Lo considero un aficionado a la filosofía, pero no un filósofo. Es que leyendo las barbaridades citadas no se le puede tomar en serio. Repite la misma idea una y otra vez, con distintas palabras. Tiene mucho talento para las comparaciones y los símiles y un estilo muy elocuente. Es colérico y despectivo (cuando ataca a Hegel parece un caniche ladrando a un león), pero en cambio manifiesta una perruna devoción por Goethe, al que cita montones de veces.
             Para mí Schopenhauer es un outsider, un tipo raro que se creyó en posesión de la verdad absoluta. Nulo como filósofo, pero gran escritor. Si llegué a admirarle era porque no le conocía. 

Saber es poder

De Byron son esas palabras: "sorrow is knowledge" que remiten al viejo Eclesiastés, "el que aumenta la ciencia, aumenta el dolor". Francis Bacon dijo que "saber es poder".
He comprobado con la experiencia que detrás de casi todas las vivencias humanas (ignoro hasta dónde llega ese "casi") se esconde la decepción o un lado oscuro. Hay una seriedad en la vida que aumenta con la edad como una sombra se alarga al atardecer. Como el médico que calla un mal pronóstico para no lastimar al enfermo o como el sociólogo que pasea por un suburbio y conoce la miseria fatal de sus habitantes; las frías estadísticas del fracaso escolar, de la esperanza de vida más corta. En otros tiempos serían los generales del Estado Mayor que sabían que enviaban a la muerte a sus soldados en algún ataque insensato. El pueblo llano es un rebaño que se gobierna mejor si se le mantiene en la ignorancia. No vivimos en una época ilustrada. ¿Existió alguna vez? Me temo que no. Será un ideal inalcanzable.
El consuelo de los perdedores de esta vida es el poder igualatorio de la muerte, lo fútil de las grandezas humanas, la insignificancia de nuestro conocimiento si se compara con el misterio de nuestra existencia. Pero no es igual defenderse a pedradas que fabricar una bomba atómica. Unos pocos, los happy few, están en la cubierta de la galera sujetando el timón, marcando el rumbo, observando el camino de las estrellas: el resto, la mayoría, reman día y noche, maldiciendo en la oscuridad, sin conocer más que el trabajo de mover el remo.
Seguramente hay científicos que conocen ya que la catástrofe ecológica es irreversible e inminente. Y bien, la especie humana es un animal más, tan extinguible como los dinosaurios. Quien sabe observa desde arriba: como aquel personaje de El tercer hombre que veía hormigas afanosas desde las alturas de la noria del Prater de Viena.
La vida es el camino que se recorre entre dos novelas: de las Grandes esperanzas de Dickens a las Ilusiones perdidas de Balzac.

Reconocer

En una librería coincidió con una mujer cuya cara le sonaba. Había ruido alrededor, agitación, pero se distrajo un momento de la distracción y trató de recordar de dónde conocía a aquella mujer (la señora estaba buscando un libro, parece que para hacer un regalo). Buscó en su memoria y finalmente supo de qué la conocía.  Uno se queda incómodo si no logra recordar de qué conoce a una persona.
         Todo es un baile de átomos en el vacío del olvido. Nuestra memoria es un hilo frágil, la mente lúcida da coherencia al caos. ¿Llegará el día en que le pongan un espejo delante y tenga que esforzarse igual?

No salgo de mi asombro

Oigo el chirrido de los vencejos: lo único alegre que hay en este mundo de locos en el que vivimos. El confinamiento, el uso obligatorio de las mascarillas (no se discute aquí la necesidad de esas medidas) nos está alterando notablemente. Es evidente, se objetará. Una guerra (la caída en un estado de naturaleza, creo que diría Hobbes) nos convierte en criminales o en víctimas de crímenes. Quizá sean figuraciones mías, pero me parece escuchar el grito habitual en los naufragios: "¡sálvese quien pueda!" Cierto es que hay individuos que no atienden a esa llamada de pánico ni se dejan embrutecer. Goya, precioso, ven a pintar nuestra romería de San Isidro.
    Cuesta mantener el equilibrio mental y la cabeza clara. Vivimos en un mundo muy extraño. No me sorprende lo malo que nos está ocurriendo y, sin embargo, no salgo de mi asombro. Yo, que tendría que estar curado de espantos (de los espantos uno no se cura). No entiendo nada. Estoy perplejo. Mantengamos la calma.

Tiempos oscuros

Soporta y renuncia, decían los estoicos. 
Si tienes éxito tendrás amigos. Si te golpea la desgracia te quedarás solo. 
Nadie escarmienta en cabeza ajena.
A quien tiene se le dará, al que no tiene, aún lo poco que tiene se le quitará.
A nadie tendría que sorprender la ruina de un hombre, en los más afortunados esa ruina se llama vejez. Es decir, nadie se libra. Y el colmo de la miseria: la muerte. Para qué poseer nada si todo lo que tienes lo dejarás aquí, a saber en qué manos. Todo lo que tenemos se nos ha dado prestado por muy poco tiempo.
Y mientras desgranas estas perlas de sabiduría la pobreza aumenta y la pandemia entristece la vida. 
Hay que conformarse con la piscina municipal. El virus nos ha bajado los humos. Si son tan amables, dejen de anunciarnos ese vulgar paraíso de la satisfacción consumista. 
"Vivimos tiempos oscuros", dijo alguien. Qué original.

Moralistas

Este mundo es tan calamitoso que, de vez en cuando, hay que ser frívolo. Una persona permanentemente seria se parece más a un burro que a Séneca. Sí, vayamos de tiendas, compremos esa camiseta que nos gusta, esos zapatos que nos quedan bien. Al ermitaño le sienta bien, de tarde en tarde, una excursión por el consumo y la frivolidad. Es verdad: somos polvo y ceniza. Pero qué camiseta tan chula, ¡la quiero! ¿Y los niños de Somalia? ¿Y las ballenas? Salvemos a las abejas, a los delfines. Darfur. La guerra de Siria. Las pateras... Ahora déjame un poco en paz, conciencia pedante, alguien te enseñó mal. 
     Dedicado a sermoneadores, hipócritas y moralistas de todo pelaje. Esos que juegan con una idea, su idea, y pretenden inculcarla en los prójimos. Solemnes y moralistas, exigen que se les tome en serio y se les siga, como hicieron las ratas con el flautista.

Mascarillas

La muchedumbre es hermética: en la calle la gente no tiene expresión, al menos para una mirada distraída, que es la mirada de la gente. Sin corazón, sin emociones, robotizados, movimientos mecánicos: los semáforos, p. ej. En esto hay un automatismo terrible que es un rasgo de la modernidad. En las calles de nuestras ciudades el hombre está ausente. (Este enunciado no es ninguna novedad, basta leer algo a Musil). No lo estuvo en el pasado, creo: el ágora, el foro, la era de los pueblos. ¿Dónde encontramos hoy a tan paradójico ente? En el mundo virtual que él mismo ha creado. No nos deshumaniza un gato, ni un árbol, ni una tormenta: lo único que nos deshumaniza es el mismo hombre. Y se le da muy bien, por cierto. Hombre, humano, deshumanizar: quizá sean conceptos modernos, invenciones. El "hombre", sostenía Foucault, es una invención. Mientras escribía esto tuve que cortar la llamada a una mujer (trabajadora inocente aunque molesta) que quería "mejorar el precio de mi seguro" Esto nos ha pasado a todos muchas veces, pues el móvil es un imán y el dinero otro mayor. 
     ¿Nos ha mejorado la pandemia?, anda en el aire esta curiosa pregunta. Una escritora responde a la cuestión del periodista "Tras la experiencia vivida, ¿hemos cambiado? ¿Nos hemos convertido en mejores personas?" lo siguiente: "Hemos adquirido una sensibilidad distinta (...) La idea de que lo que nos salva es ayudarnos los unos a los otros." Pues bien, esto es música celestial; es completamente falso.
       Las mascarillas (necesarias, eso no se discute) han hecho aún más hermética a la muchedumbre. Es una visión tétrica, qué le vamos a hacer. Estamos como locos por escapar a la montaña, al campo, a la costa, al pueblo (anywhere out of the world, decía Baudelaire); como locos por poner tierra por medio entre nosotros y nuestros seres queridos por un lado y la multitud pestífera por otra.

Envidia

Vivo en un sexto piso: "qué suerte tiene el vecino del séptimo que vive más alto que yo. Y aún más afortunado el que vive en el divino octavo, con esa terraza que sólo puedo adivinar. Seguro que tiene telescopio".  
         -En el primer piso también vive gente. ¿No ves el primer piso? 
        -¿Eh?

Mañanas de domingo

Paso caminando al lado de unas terrazas, en la hora del vermuth o vermú o como se escriba. Mañana de domingo en un barrio de clase trabajadora: hay familias en las mesas, niños. En este momento todo es lujo, calma y voluptuosidad. Parece incluso que la vida es bella (ahora lo es). Estas dos horas de tertulia son lo mejor que puede ofrecer la vida a esta gente: el pueblo, la clase obrera o como se quiera llamar. Éstos por los que dice pelear la izquierda (yo no me fiaría nada) y a los quiere exprimir hasta el tuétano la derecha. Ellos no dirigen empresas, no son altos cargos, no tienen doctorados, ni estudios, ni prestigio. Son vidas oscuras. Nuestras vidas son los ríos... En las televisiones: fútbol o el deporte que toque. También tocan a misa, pero van muy pocos. Me da algo de pena Dios: se ha quedado sin fieles. Qué espejismo. Qué ilusión. El sol parece detenido (en realidad va a toda velocidad). Darán las tres de la tarde, quedarán desiertas las terrazas, pasará la tarde del día festivo. Y el lunes regresará para borrarles la sonrisa.

Cabo de Gata

Es noticia que se ha concedido permiso para habilitar un cortijo como hotel muy cerca de la playa de los genoveses, en el parque natural del cabo de Gata. Esto me hace recordar unos días de noviembre del 2009. En aquel mes del año las playas estaban desiertas, el hotel desierto, las carreteras sin tráfico. El paisaje volcánico era fascinante, como el azul profundo del cielo. Tenía aquel lugar un halo de misterio y de encanto. En una vuelta de la carretera vimos a una pareja que lloraba alguna muerte reciente. Ahora, en el recuerdo, la melancolía es mucho mayor, por el tiempo transcurrido y sobre todo por mi compañera. Nos gustó mucho aquel viaje. Fuimos allí muy felices. Toda aquella belleza intemporal para nosotros dos, en el amor correspondido. Con la historia de la pandemia los que aún estamos vivos andamos como locos por escapar, escapar, escapar a un sitio como el cabo de Gata. Pero si todos deseamos lo mismo (huir de las ratoneras de las grandes ciudades) no habrá lugar que se salve. 
     A mí me da igual no volver a disfrutar de aquello: ya he tenido mi parte de felicidad.

Mandan los burros

Si quieres que un burro asome las orejas, hazle escribir. Hay jefes analfabetos (parece que la condición principal para ser jefe, jefecillo, pequeño tirano, reyezuelo o gallo de un sucio corral, es la de ser ignorante, persona estúpida, con la sensibilidad de una piedra). Va uno y escribe a sus subordinados: "Mirar como van las ventas. Esto no puede seguir así." Burro, no destroces el español, usa bien la lengua que mamaste. No se dice "mirar" sino "mirad", que es imperativo: el modo verbal que mejor conoces. 
       Estos asnos microscópicos -¡hay tantos!- se pasean ufanos por su establo, ignorantes y desvergonzados como políticos.

Unos versos de Randall Jarrell

        Pain comes from the darkness
And we call it wisdom. It is pain.

Guitarra

Del salón en el ángulo oscuro... pero no es del salón, sino del dormitorio. Al regresar del trabajo el hombre vio impresa la forma de la guitarra en la manta de la cama. La asistenta la había colocado allí y volvió a ponerla en el rincón. La guitarra lleva años sin tocarse, silenciosa y cubierta de polvo. Conoció días mejores esa guitarra: días de alegría, de canciones juveniles. El hombre recuerda. Sirvió como motivo para un cuadro "Composición en rojo con guitarra" de alguien que ya no está. Ahora una mujer extranjera, que empujada por la necesidad limpia en casas ajenas de un país extraño, aparta esa guitarra en un vacío apartamento. 

Algas

En aquella playa, desierta en pleno junio, en la que ya estuviste unas tres veces -¡tres veces ya!- desde que comenzó tu época de ermitaño había grandes montones de algas. Aquí le llaman "ocle"a un tipo de alga roja que en tiempos se recogía y se usaba como abono. Unos días antes hubo una galerna y la fuerza del mar arrancó a las algas de las rocas: "esto pasa una vez cada diez años, me dijo un lugareño, es rarísimo que pase en junio". Las algas, que formaban una alfombra mullida, un colchón sobre la arena, serán recogidas de nuevo por el mar, arrastradas por las corrientes y servirán de alimento a los peces. "La naturaleza es sabia" me dijo el lugareño. Los habitantes de la ciudad, pensé, no perciben esas dinámicas, así que esa viejísima frase no tiene sentido para ellos. 
Caminar entre las algas fue regresar a mi lejana, cada vez más lejana, época de estudiante de botánica. Es curiosa la memoria; afloró al recuerdo un festival de nombres científicos que creía olvidados: Gelidium sesquipedale, Laminaria ochroleuca, Fucus vesiculosus, Chondrus crispus, Ulva lactuca (la lechuga de mar). Esas algas, verdes, rosadas, pardas, formaban un manto polícromo que tenía armonía, los colores no desentonaban (la naturaleza es sabia). Podrían ser un cuadro abstracto.

Lecturas del confinamiento

Ahora que están de moda los diarios del confinamiento aproveché este encierro no para escribir sino para leer. Por culpa de la pandemia (iba a decir "gracias" pero no es apropiado) pude dedicar ese divino ocio a larguísimas jornadas, sesiones maratonianas, verdaderamente locas, de apasionada y obsesiva lectura. 
Pude cumplir el sueño de leer íntegra la "Historia de la decadencia y ruina del imperio romano" de Gibbon. Había dejado la lectura interrumpida en marzo del 2014. Cuando terminé el libro, lo leí en la edición original inglesa con notas del eruditísimo Gibbon (tan importantes como el texto principal), me emocioné. Son 3000 páginas de historia de Occidente y Bizancio. Es un libro inmenso. Se puede resumir en una célebre frase del final: "I have described the triumph of barbarism and religion"
Otro libro que leí con pasión: "Los novios" de Manzoni; la novela italiana que tienen que leer por obligación los chicos italianos en la escuela. Resultado: la acaban aborreciendo. El final de la novela se sitúa en la peste que devasta la región de Milán, creo que en el año 1624, no recuerdo bien. Manzoni tiene páginas sublimes, inmortales, sobre los estragos de esa epidemia que ocasionaron los soldados alemanes al cruzar el Milanesado. 
Y finalmente otra maravilla: los libros de la "Historia de Roma" de Tito Livio sobre la segunda guerra púnica, libros XXI-XXX, la tercera década, en la edición de Alianza Editorial, que ofrece una traducción que, sin saber latín, me parece excelente. En la primera péntada brilla el astro de Aníbal, el terror de Roma. En la segunda mitad palidece la estrella del tremendo general cartaginés y se levanta el sol de Escipión Africano. Tito Livio es un autor inmenso, de una profundidad y un rigor pasmosos. 
Cuando escuché por primera vez, creo que fue en diciembre o enero, las vagas noticias de una extraña epidemia en una ciudad de China no podía imaginar que esa calamidad iba a permitirme leer estos libros maravillosos. Para mí la lectura es la mejor y más civilizada manera de pasar el tiempo. Es un pasatiempo de solitarios y yo lo soy, qué le vamos a hacer, por naturaleza y destino.

Tormenta

A la hora de los aplausos los vecinos salimos a la ventana. Algunos hacen señales con la luz de sus móviles, trazando un arco. Pocos metros de distancia nos separan, sin embargo dan la impresión de estar remotos. Qué sensación tan extraña. Parecen las señales que unos barcos se dan a otros en medio de la tormenta. 

Una cita de Freud

Volvamos, entonces, sobre uno de los supuestos que hemos insertado, con la esperanza de poder refutarlo enteramente. Hemos edificado ulteriores conclusiones sobre la premisa de que todo ser vivo tiene que morir por causas internas. Si adoptamos este supuesto tan al descuido, fue porque no nos pareció tal. Estamos habituados a pensar así, y nuestros poetas nos corroboran en ello. Quizá nos indujo a esto la consolación implícita en esa creencia. Si uno mismo está destinado a morir y antes debe perder por la muerte a sus seres más queridos, preferirá estar sometido a una ley natural incontrastable, la sublime Ἀνάγκη {Necesidad}, y no a una contingencia que tal vez habría podido evitarse. Pero esta creencia en la legalidad interna del morir acaso no sea sino una de las ilusiones que hemos engendrado para «soportar las penas de la existencia»

Sigmund Freud, "Más allá del Principio del Placer" 1920

Explosión

En estos momentos en los que la peste siega vidas cada vez con más violencia me parece que estoy soñando una pesadilla colectiva.

Un necio

Cualquier persona mínimamente cabal comprende la cuarentena y acepta con resignación las molestias que ocasiona no salir de casa para evitar la expansión de la epidemia. Pero no todos son así. Hay quien se burla de los que llevan mascarilla y los toma por cobardes. En circunstancias normales un necio es una molestia. Pero en un pandemia un necio es un peligro. 

Conservar la calma

Qué puedo saber yo para que realmente diga que sé algo. Si considero las lenguas que existen o se han extinguido soy un océano de ignorancia. ¿Cómo era la lengua de los sumerios y cómo eran los dialectos de esa lengua? Siempre quise conocer algo de matemáticas y física: las geometrías no euclídeas, la teoría de la relatividad, la física cuántica, etc. Y veo que no sé nada. Y sé que conocer eso, entenderlo, sería una fuente enorme de goce, porque no hay goce mayor que el intelectual, me parece a mí. Nunca ví la aurora boreal. Nunca estuve en Islandia. Nunca ví un volcán en erupción ni un eclipse de sol. No conozco la selva ni el desierto. No he pisado la luna (como usted). Qué innumerable lista de maravillas naturales me he perdido. Pero no sólo espectáculos en technicolor, también me pierdo detalles, todos los días. Cosas simples. Podría verlos, pero estoy tan afanado yendo y viniendo, estoy tan distraído con el trabajo y con mis pobres intereses personales que no me fijo en los detalles. Una repetición de números, un juego de sombras, el canto de un pájaro, los latidos del corazón, la mirada de miedo de un transeúnte. Hay detalles hermosos, los hay siniestros. Tampoco conocí la Roma de Trajano, ni el Berlín de Hitler. Ni conoceré lo que pase en el mundo dentro de cuarenta años (por poner un plazo muy generoso). En fin, la inmensa complejidad del universo. Veo que estoy ciego. La vieja parábola de la ceguera. "¡Alcalde, todos somos contingentes, pero tú eres necesario!" Yo no soy el alcalde.
        Si pierdo esta vida mía, punto en la infinita extensión del tiempo y del espacio, ¿realmente pierdo mucho? Hombre, yo lo pierdo todo, pero eso no parece que vaya a afectar a los geranios de la vecina ni a los charcos de la acera. "Usted se irá, me digo a mí mismo, y aquí no pasará absolutamente nada". "Pues mejor" me respondo. Desapego del ego.
     Además de esto, y lo más importante, ¿es que no me acuerdo de algunas personas muy cercanas y muy queridas -una, una en particular- que han cruzado antes que yo la laguna Estigia? ¿A qué temes si ellos que te hablaron, que te besaron, que te acompañaron, que eran como tú, ya se han ido? ¡Ah, si viviéramos todos una vida eterna, en un mundo sin tiempo, sin que la peor enemiga del género humano, la inapelable, nos separara!
       "Yo me voy a morir, vosotros a vivir. Sólo los dioses saben cuál de las dos cosas es mejor" dijo Sócrates antes de beber la cicuta. A todos impresionó, por lo visto, la serenidad con la que afrontó la muerte. No esperábamos menos de él. Un reo anónimo al que iban a ejecutar preguntó: "¿qué día es hoy?" "Lunes" le contestaron. "Vaya, dijo, pues empezamos bien la semana" Me hubiera gustado conocer a esa persona.
     En estos días en que el espectro de la tremenda Muerte general sobrevuela los cielos de este planeta, con la pandemia declarada, es benéfico reflexionar sobre la vasta y vaga y necesaria muerte. No para perder la cabeza, sino para conservar la calma. "En un caso o en otro, dijo el estoico, no va a pasar nada. Memento mori."  De acuerdo, muchas gracias.

Misticismo y wifi

El edificio es un enorme laberinto. Está en un pueblo apartado y fantasmal. No existe mejor lugar para el ejercicio del músculo meditador. Es una hospedería, pueden alojarse profanos. Una de las alas del antiguo seminario de Santa C* es una residencia sacerdotal. El suelo es de losas en la planta baja y de hermosa madera en la primera y segunda. Puede pasearse uno por el claustro desierto. Muros sólidos, fábrica maciza. Mucho silencio.
No había wifi en la habitación que fue antigua celda de estudiantes. No pudiendo soportarlo más al tercer día de abstinencia comunico al recepcionista esta anomalía.
Me dice que la señal se coge en un cuarto de la planta baja que es sala de estar. Alto techo, una mesa de madera con los periódicos del día, una silla y dos sofás. Me acompaña hasta allí para que atrape el Espíritu Santo de nuestro tiempo. Coger el wifi, cuando no hay otra forma de conectarse a internet, es casi como el primer trago de agua de un sediento, como la nueva dosis del heroinómano. El alivio es inmenso. Se calma la ansiedad. El wifi obra en nosotros, nos inunda con su profundo misterio, ilumina nuestro camino. 
La primera vez que entré en la sala salvífica no había nadie. Pude saciar mi sed digital con toda comodidad. El móvil me traía noticias de amigos, de compañeros de trabajo, de quimeras, grifos, centauros, serpientes, ángeles, demonios. Estaba en el paraíso. 
La segunda vez ya no fue así. En la sala había un individuo calvo, con gafas y de unos cuarenta y cinco años sentado a la mesa. Llevaba hábito, si no recuerdo mal. Lo delató su olor, un vago olor, un olor indefinido a algo que no es de este mundo. Me sentí azorado, balbuceé el motivo por el que irrumpía en esa estancia y perturbaba su tranquilidad y acaso su éxtasis. Explicado el asunto respondió con clemencia: "está bien". Yo sacié, incómoda y atropelladamente, mi sed de whatsapp y me fuí lo más serenamente que pude. 
La tercera vez sucedió igual. Habían pasado un par de horas y el individuo estaba sentado en la misma silla. Murmuré muy torpemente un "qué tal" o quizá un "buenas tardes" que no obtuvo respuesta. Cogí el wifi, miré el whatsapp y me fuí de puntillas. Me sentía bajo, miserable, pecador.
La cuarta vez, sería la última, aquel misterioso personaje seguía en la sala. Venciendo mi timidez (sabía que lo iba a molestar) empujé la puerta entornada y entré. Saludé más azorado que la vez anterior. Esta vez el sacerdote murmuró algo que parecía una maldición pero que podía entenderse como un simple gruñido animal. Yo había aprendido la lección de urbanidad y, como la vez anterior, me fui sin articular palabra.
A alguien le dijeron alguna vez: "una palabra tuya bastará para sanarme" Pero no se referían a devolver un saludo.