Humanidades

Qué nos enseñaron de niños. Qué les enseñan hoy a los niños. Ignoro cuáles son las tendencias de la última pedagogía, pero me temo, conociendo a ese gremio de pedantes, que son suficientemente ridículas y dañinas para las inocentes criaturas. Las asignaturas y los exámenes son una triste manía de los educadores y los planes de estudio. ¿Cuánto se tarda en asfixiar el genio que tantos niños atesoran antes de caer en la escuela? ¿Es acaso ésta una pregunta romántica? Con el sistema de exámenes no importa tanto la materia que se estudie como aprobar su examen: el medio se convierte en fin. Esto es una obviedad, desde luego. Existe y se amplía la brecha educativa: soy partidario de la educación universal, gratuita y pública. Mi piadoso deseo: que el hijo de un ama de casa tenga tantas oportunidades como la hija de un profesor de universidad. Los institutos al final de curso se asemejan a ferias de ganado donde se premia a la vaca más linda. Yo padecí ese sistema de enseñanza. No guardo buen recuerdo de mis años escolares. Los jóvenes persas aprendían tres cosas: a montar a caballo, a tirar con arco y a decir la verdad. Pueden enseñarse multitud de materias: me hubiera gustado recibir clases de esgrima, de física cuántica y de paciencia. Ya no tengo la edad de la promesa; estoy en la edad de los frutos, en la madurez otoñal de la vida. Miro hacia atrás. He dejado unos cuantos poemas. ¿Tendrán algo de valor? No lo sé. No me quita el sueño. Por lo demás hago lo que la inmensa mayoría: ganarme la vida mal que bien en un trabajo humillante, como un simple apéndice del ordenador, en la alienación del trabajo asalariado. Y para esto hemos estudiado trigonometría, la regla de Markovnikov, los fragmentos de Okazaki y los afluentes del Danubio. Bien, son saberes inútiles para el curso de la vida que uno ha seguido; pero mejor saber que ignorar. Una persona que conoce a Montaigne no pasa las horas muertas viendo telebasura. ¿No es así? Educar, educarse, importa, es vital. Quienes condenan a un niño a la ignorancia que hará de él un siervo toda su vida le hacen tanto mal como si lo mataran. Hace poco conocí las opiniones políticas secretas, vertidas en un diario, del lógico Gottlob Frege. Era reaccionario, antidemócrata, antisemita, fervoroso nacionalista alemán. Su estrechez de miras era considerable. ¿Cómo puede alguien emocionarse con una sonata de Beethoven y ser mala persona? Eso se preguntaba un personaje de la película "La vida de los otros" Es el tema obsesivo de George Steiner: "las humanidades no humanizan" Dijo Georges Bernanos: "la cólera de los imbéciles llena el mundo" La humanidad actual se podría reducir a esto: es una carrera espacial privada entre un puñado de multimillonarios analfabetos. Mucha miseria y ninguna grandeza. Que hayan dejado de ilusionarnos los viajes espaciales es algo que parecía imposible, pero nos han envilecido tanto que esto se ha producido.

Blog que languidece

A esta hora de la tarde solía ponerme a escribir alguna nota en este blog. Hace tiempo que languidece el pobre, durante meses ha estado abandonado. Crecen sobre él los hongos y la maleza como lo hacen sobre los amores y las amistades perdidas. Ahora estamos más distraídos, al menos yo lo estoy. El exceso de trabajo (signo de los malos tiempos) me tiene más ocupado de lo que quisiera. El móvil se lleva la mayor parte de mi vigilia, creo que lo miro cada diez o quince minutos. Es una locura, como el piar insistente de los gorriones antes de amanecer. Hace tiempo que no leo un libro con calma sea ensayo o novela o cualquier otra cosa. Echo de menos las antiguas costumbres, aquella época (¡época nada menos!) en que no había ni facebook, ni wasap, ni twitter, ni móviles. Voy a ser original: sucede que hay demasiado ruido. Los aficionados a la literatura parece que han cambiado la lectura por la mitomanía (esta buena observación es de Ignacio Peyró): si ponen un texto o una cita en alguna red social se acompaña siempre de una foto, que es lo importante. En este intervalo de silencio del blog he publicado un libro de poemas El delito mayor, (Trabe, 2022). No me considero poeta, bien es cierto que lo seré en la medida en que escribo artefactos que pueden considerarse poemas. Mi profesión es más modesta: pertenezco al ayer respetable y hoy muy castigado gremio de los empleados de banca. Llevo casi treinta años repartiendo felicidad a los pensionistas en la ventanilla de una oficina. Jamás he ascendido un peldaño. Soy de una horizontalidad proverbial.  Es incalculable la suma de dinero que ha pasado por mis manos en estas tres décadas pero tal vez se aproxime al PIB de una república centroafricana. Cuando empecé era un joven tímido y mitómano que detestaba ese empleo tradicionalmente considerado como gris; el tópico de la vida anodina, rutinaria y monótona de un hombrecillo sin ninguna cualidad destacada. Era mejor, sin duda, ser reportero de guerra, astronauta, piloto de caza, atracador de bancos, pirata o filósofo. Con treinta años de labor bancaria es natural que tenga dificultades para considerarme poeta o cosa parecida. Soy una persona bastante antipoética. Ahora que un actor porno con cara de niño gana sus buenos dineros por rodar películas pornográficas afirmo que tenemos un problema en lo que se refiere a la manera de ganarse la vida honradamente. La famosa escala de valores (o los mismos valores) está trastornada. Zerfall der Werte, la decadencia de los valores sobre la que escribió Hermann Broch. No es nuevo el problema. He visto en estos treinta años cómo han desaparecido las cajas de ahorros (cómo las han destruido, más bien) y cómo de tener un trabajo relativamente respetado socialmente se ha pasado a ser un galeote al que cualquiera puede insultar. Cualquier ilustre cliente se siente hoy con derecho a llamar a voz en grito "ladrones" o cosas similares a los sufridos empleados que atienden en las oficinas y que cumplen el establecimiento de horarios arbitrarios de atención al público o ponen la cara cuando se cobra una comisión. Hace unos años eran rarísimos estos comportamientos poco civiles de los clientes: hoy son casi diarios. No se diga que tienen derecho a protestar de esa forma: existen otras maneras de hacerlo sin ofender a los que trabajan. Basta de quejas. Esta vida es un teatro. Cada uno representa su pequeño papel, casi siempre ridículo, y luego "buenas noches".  Y nunca más volvemos.