En el extraño verano del 2020 la playa es una evasión. Entrar en el agua del mar es un bautismo. Primero el agua alcanza las rodillas, luego, según se adentra uno, paso a paso, las olas, como invitándonos, van cubriendo los muslos, el ombligo, el pecho. Hasta que llega ese momento en que perdemos el respeto y nos zambullimos. Baustimo por inmersión. Los grandes momentos de una vida humana son sin por qué, tienen menos de reflexión que de decisión. Atrás queda la humillación del trabajo, de esa implacable rueda productiva, con sus mezquinas jerarquías y sus horarios rígidos (o flexibles, da igual, esa palabra esconde la intención de explotar); todas las artimañas con las que los hombres pretenden empequeñecer y castrar al individuo. Atrás queda el ruido de la actualidad, los mensajes del móvil (buena parte de ellos son dependencias absurdas), tantas cosas que nos impiden dar ese grito salvaje de autoafirmación y libertad. Es cierto que somos seres sociables -aunque ahora tengamos que mantener la distancia- pero también somos hijos de la naturaleza. Y según ella no pertenecemos a nadie. Qué ligero se siente uno flotando en el agua elemental. Uno sale de ella como renacido. Recuerdo ese verso de Eurípides: "el mar lava las penas de los hombres". Gran verdad.
Baños de mar
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