El ruido y la furia

De todas las novelas que Faulkner escribió "El ruido y la furia" era su novela predilecta. La estoy leyendo estos días. Hoy terminé el tremendo monólogo de Quentin Compson. Estoy seguro de que se me escapan muchísimos detalles. Es una lectura muy difícil, pero apasionante. Gracias a Jorge Ordaz (que señaló, como el excelente lector que es, este detalle en una de las entradas dedicadas al maestro en su blog "Obiter Dicta") reparé en que el pobre muchacho del Sur, abrumado por la vergüenza familiar, se lava los dientes unos minutos antes de suicidarse. A mi entender éste es un rasgo de genio. Cómo es posible que un escritor sea capaz de entrar en la mente de un retrasado mental que va a cumplir 33 años, pero que tiene el intelecto de un niño de 3. Faulkner realiza ese prodigio: el monólogo de Benjy es una página única de la literatura. Yo, al menos, no conozco nada parecido. Aparte de las innovaciones técnicas y la maestría narrativa esta "corriente de conciencia" de un niño blanco de 33 años al que cuidan los negros (de lectura tan exigente como fascinante) demuestra un conocimiento asombroso de la naturaleza humana. Esto, creo yo, es lo que distingue a los genios. Vivimos unos pocos años, somos muy frágiles, la muerte nos acecha, en cualquier momento podemos volver a la nada. Nos mueven las pasiones. De alguna forma Faulkner es todos los hombres. En Faulkner están los mayores sacrificios y villanías; la abnegación, la bondad, la crueldad, la maldad, la mezquindad, la vergüenza, la inocencia, la violencia y la ternura. El amor y el odio. La desesperación y el éxtasis. Faulkner, en esta vida, que es el cuento contado por un idiota, hizo su trabajo: escribir unos cuantos libros asombrosos. Si algo comprendo al leerlo es que nuestra vida tiene una dimensión trágica. Aquellos personajes suyos, esas intrincadas genealogías, los conflictos familiares, los ritmos de la naturaleza, las pasiones humanas; todo ese grandioso mosaico que el maestro desarrolló en aquel condado ficticio del sur de los Estados Unidos, tiene un alcance universal. Ahora no me quito de la cabeza a la familia Compson. Ellos son más reales que la gente que veo por la calle.

Exhumación

Sacar de la tumba a un muerto. Los muertos mueren dos veces: la primera sucede antes del funeral; la segunda es el olvido. Hace 40 años era inimaginable lo que hoy decreta un gobierno: cambian las costumbres, las ideas, las gentes. A nadie escandaliza. Todo viene y pasa. Aquello por lo que mataron y murieron no valía nada, era un poco de viento. Era mentira. Si aquello se ha revelado de tan nulo valor, ¿en qué puedo creer ahora? La vanidad y presunción humanas hace que nos tomemos en serio a nosotros mismos. ¡Pulga universal! ¡Quintaesencia de polvo! ¿Quién era ese Dios al que tanto se invocaba? ¿Dónde está? ¿Por qué no defiende a su defensor? Habitamos un momento en un universo frío, inhumano y hermético. También nosotros (inhumanos) creamos universos fríos y herméticos (la inteligencia artificial, los robots, etc) No existen absolutos. Ni esta aseveración tiene presunción de verdad, puedo equivocarme. No creo en nada, y tampoco creo que crea en nada. Todo es de una infinita vanidad. ¡Lao-Tsé! Inacción. Paradoja. Un hombre en China hace 2500 años ya sabía de qué iba este tinglado. Montoncito de huesos, ¿dónde van a colocarte ahora?

La gula y otros vicios

En la novela inacabada "Almas muertas" de Nikolai Gógol algo que sorprende es lo mucho que comen sus personajes. Uno de ellos se zampa un esturión entero. Ya sabemos que el escritor satírico muestra las debilidades humanas y una de ellas es la gula. Los personajes de Rabelais y Cervantes comen y beben o piensan en comer y beber. Eructos, borborigmos, flatulencias, vómitos, micciones y defecaciones. Si no recuerdo mal Vitelio, emperador de Roma (año 69), era un glotón tan tremendo que producía asco verle. Era capaz de comerse una vaca. A pesar de sus penosas súplicas lo mató la plebe de Roma y tiraron su cadáver a la Cloaca Máxima. En el cine "La gran comilona" de Marco Ferreri narra la historia de cuatro burgueses, hastiados de la vida y de sí mismos, nihilistas, que se reúnen en un palacete de París para comer hasta reventar. Esta película, como "Saló o los 120 días de Sodoma" de Pasolini no es apta para conciencias dignas. Ambas provocaron gran escándalo. Yo las considero altamente (o bajamente) morales, porque nos interpelan, nos sacuden, nos repugnan, son excesivas, intolerables. Nos ponen ante un espejo cuya imagen no soportamos. Y esto me trae a la memoria lo que escribió Baudelaire en "Mi corazón al desnudo": "No comprendo cómo una mano pura puede tocar el periódico sin una convulsión de asco". -"¿Dónde está la virtud? ¿No vivimos en la degradación?" se pregunta una conciencia sensible. Hace falta valor para mirar a la cara nuestra bajeza. "Sade, mi prójimo" tituló uno de sus libros Pierre Klossowski. Pasolini y Ferreri tuvieron el valor de mostrar (de forma exagerada y deliberadamente repugnante) lo que nos empeñamos en ocultar.

Un sueño

Nada extraño, estaban dando un paseo. No era un país en guerra. No había una catástrofe. Monotonía absoluta. Era una tarde de un martes de agosto, muy buena temperatura. El cielo se había despejado. Compraron un helado en un puesto. Ella llevaba pantalones cortos y playeros, tenía tatuajes en un brazo y en un muslo. Se puso las gafas de sol en un semáforo. Nada extraño. El acompañante no parecía poseído por la felicidad, no iba flotando (esto sí que le extrañó). Sus caras no expresaban nada. No se distinguían en nada del resto de la gente. Ella tuvo un golpe hace poco más de un año, una pérdida. (Nunca vemos pasear a los muertos de los que pasean, pero existen y pesan mucho, cada vez menos, hasta que desaparecen). Les adelantó cuando pasaron junto al hombre que tocaba la trompeta. En ese momento podría darse la vuelta, enfrentarlos,  y decir el nombre de ella y sus dos apellidos y el nombre de su pueblo. Los esperó más adelante junto a una fuente. Volvieron a aparecer. Caminaban despacio, ella levantó el brazo como indicando algo y luego tiró la tarrina del helado en una papelera de la plaza. Se acercaban o se alejaban de él según su voluntad. No iban cogidos de la mano, pero horas tiene el día para la intimidad. Iban charlando de cosas banales, aunque no se acercó tanto como para oírles. ¿Qué más? Ella llevaba un bolso amarillo en el brazo derecho. ¿Era el mismo bolso de entonces? No. Y esta vez lo llevaba colgado del hombro, no del codo. Se había teñido de verde un mechón del cabello. ¿Cómo era él? Corpulento, calvo, con barba blanca, camiseta negra, unos diez años mayor. Se perdieron calle abajo, se iban acercando a ese lugar horrible que nadie de los que estaban cerca conocía. Ni ellos tampoco. Les dejó irse, como si dijéramos. ¿Podría adivinar lo que iba pensando cada uno? Eso no. Eran las criaturas del sueño.