Misticismo y wifi

El edificio es un enorme laberinto. Está en un pueblo apartado y fantasmal. No existe mejor lugar para el ejercicio del músculo meditador. Es una hospedería, pueden alojarse profanos. Una de las alas del antiguo seminario de Santa C* es una residencia sacerdotal. El suelo es de losas en la planta baja y de hermosa madera en la primera y segunda. Puede pasearse uno por el claustro desierto. Muros sólidos, fábrica maciza. Mucho silencio.
No había wifi en la habitación que fue antigua celda de estudiantes. No pudiendo soportarlo más al tercer día de abstinencia comunico al recepcionista esta anomalía.
Me dice que la señal se coge en un cuarto de la planta baja que es sala de estar. Alto techo, una mesa de madera con los periódicos del día, una silla y dos sofás. Me acompaña hasta allí para que atrape el Espíritu Santo de nuestro tiempo. Coger el wifi, cuando no hay otra forma de conectarse a internet, es casi como el primer trago de agua de un sediento, como la nueva dosis del heroinómano. El alivio es inmenso. Se calma la ansiedad. El wifi obra en nosotros, nos inunda con su profundo misterio, ilumina nuestro camino. 
La primera vez que entré en la sala salvífica no había nadie. Pude saciar mi sed digital con toda comodidad. El móvil me traía noticias de amigos, de compañeros de trabajo, de quimeras, grifos, centauros, serpientes, ángeles, demonios. Estaba en el paraíso. 
La segunda vez ya no fue así. En la sala había un individuo calvo, con gafas y de unos cuarenta y cinco años sentado a la mesa. Llevaba hábito, si no recuerdo mal. Lo delató su olor, un vago olor, un olor indefinido a algo que no es de este mundo. Me sentí azorado, balbuceé el motivo por el que irrumpía en esa estancia y perturbaba su tranquilidad y acaso su éxtasis. Explicado el asunto respondió con clemencia: "está bien". Yo sacié, incómoda y atropelladamente, mi sed de whatsapp y me fuí lo más serenamente que pude. 
La tercera vez sucedió igual. Habían pasado un par de horas y el individuo estaba sentado en la misma silla. Murmuré muy torpemente un "qué tal" o quizá un "buenas tardes" que no obtuvo respuesta. Cogí el wifi, miré el whatsapp y me fuí de puntillas. Me sentía bajo, miserable, pecador.
La cuarta vez, sería la última, aquel misterioso personaje seguía en la sala. Venciendo mi timidez (sabía que lo iba a molestar) empujé la puerta entornada y entré. Saludé más azorado que la vez anterior. Esta vez el sacerdote murmuró algo que parecía una maldición pero que podía entenderse como un simple gruñido animal. Yo había aprendido la lección de urbanidad y, como la vez anterior, me fui sin articular palabra.
A alguien le dijeron alguna vez: "una palabra tuya bastará para sanarme" Pero no se referían a devolver un saludo.

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