Cerca de la ciudad, por un camino al lado de una finca, bajo un laurel y un roble, hay una vaca tumbada. De vuelta del paseo, por el mismo camino, la vaca, que ahora está de pie, acaba de parir -oh, milagro- un ternero (un xatín, se dice en Asturias). Atardece, corre un brisa fresca. En la hierba está la placenta. La madre, ajena a la mirada de los tres ganaderos y de nosotros, lame sin cesar a su cría que todavía no se ha levantado, débil como es, y que tiembla de frío. (Y lo hace a conciencia, del todo, como un obispo cuida de su grey, como un presidente de banco cuida de sus accionistas, como un político cuida de sus conciudadanos, como una multinacional cuida del medio ambiente, como una agencia de publicidad cuida de la educación del consumidor). Era una estampa conmovedora de afecto maternal. Qué cuidado, qué cariño, qué ternura. Segantini, que era huérfano de madre, pintó varios cuadros de tema similar. En la naturaleza, pienso, no todo es comerse unos a otros, no todo es una lucha despiadada. Nos han enseñado que hay que competir, pelear, casi siempre por algo miserable. Así la contienda, además de cruel, es patética. La vaca o la perra o la gata o la loba o la burra lamen a sus crías, les dan forma con la lengua. Oh, inocencia, idilio pastoril. Et in Arcadia ego... ¿Será rentable esa explotación ganadera? Por contraste me percaté, con doliente lucidez, de la ausencia de amor en nuestra vida pública y social, la vida de este mamífero sutil, que es un delirio de demonios. No muestres debilidad. No esperes misericordia.
El parto
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