Nada tengo contra el fútbol, noble deporte. Un servidor jugó al fútbol varios años. En aquella época existía una palabra mágica: "ojeador". El ojeador era una especie de brujo, un personaje fascinador, un espía lleno de poder. Era un cazatalentos que iba de campo en campo buscando chicos que despuntaran (otra palabra del argot futbolístico) para llevárselos a la gloria. Ni que decir tiene (me encanta esta expresión) que la gloria no llegó. Al final de mi efímera y pálida carrera me dedicaba a iniciar en la mitología al hijo de uno de los directivos, un chiquillo de unos seis años. Recitaba largas tiradas de Shakespeare en los vestuarios. Por supuesto que esto es falso, ni conocía a Shakespeare, ni sabía quién era Zeus, ¡era tan ignorante! He marcado golazos que ningún video registró, hice regates inverosímiles que nadie recuerda, di pases de 40 metros que hubieran sido la admiración de Guardiola. Un día me dije: "bueno, muchacho, no serás una figura del fútbol, pero aún puedes serlo de la literatura". Y, en efecto, ahora soy un hombre honrado, despreocupado y feliz. Insultantemente dichoso, anónimo y honrado.
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