Un poema

POEMA DE LOS DRONES

En el campo de batalla no hay beligerantes, sólo sangre. Guerra total.
Me siento completamente muerto. Ojalá mis ojos se pudrieran.
Brandon Bryant, piloto de drones. 27 años.

Sueña en infrarrojos.

Aviones no tripulados en Afganistán.
Pilotados por hombres a 12.000 kilómetros de distancia.
Sedentarios frente a varias pantallas de ordenador.
En las imágenes el ojo del aparato
registra un pastor sospechoso con un rebaño de cabras.

Es una guerra abstracta.

Los niños juegan con una pelota de trapo.
Es bueno el más menudo, el que tiene un lunar en el hombro.
Se hacen chistes en Nevada y Nuevo México sobre la vida
sexual del pastor y su mujer.
                                              El comandante
ha descubierto tres infidelidades en la misma aldea
y ha visto el parto de una niña entre la mierda (la madre murió).

El viejo manco ha muerto ayer, de muerte natural.

Sala aséptica y ultratecnológica: un puto videojuego.
Se avisa a una columna de infantería de un peligro real.
Los aviones también están dotados con misiles.
Neutralizar objetivos terroristas.
Hoy ha sido una vieja que recogía hierbas
al borde de un camino. Fallaron las coordenadas.

“Acabamos de matar a un chaval, joder.”

El piloto termina su jornada y regresa a su hogar en coche.
Fatigado por el esfuerzo ocular.
Después de la jornada la familia.
La familia tangible, en tres dimensiones.
Nuevo México. El amor. Los desiertos afganos.

“¿Has tenido un buen día, cariño?”

Tiene estrés post-traumático.

Se derrumba sobre la mesa, escupiendo sangre.

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