Su deseo intermitente y tenazmente aplastado por la realidad era haber satisfecho una de sus vocaciones frustradas: ser profesor de griego en un instituto alemán de una ciudad de Baviera, a ser posible Munich, que tiene la mejor red de transportes públicos del mundo y es la sede mundial de seguros Allianz, de Siemens y de BMW. Los fines de semana conduciría su BMW (los alemanes sí pueden conducir estos coches sin ostentación, algo vedado a los españoles) y en tres horas se plantaría en el norte de Italia, atravesando bellísimos paisajes. A orillas del lago de Garda visitaría la casa de Catulo. En vacaciones viajaría con Lufthansa a las islas griegas con una edición de Píndaro, pasaría semanas en Roma saludando en latín a las estatuas. Como nació en la prosperidad general de los sesenta no estaría afectado por el virus del nazismo, para él sería un recuerdo incómodo pero no lacerante: la foto de su abuelo materno, prestigioso abogado de Nuremberg, con la insignia nazi estaría guardada en un cajón bajo llave, como sagrada reliquia familiar. Un tremendo sentimiento de superioridad, la certidumbre de pertenecer a la culta y rica Alemania, iluminaría su poderosa, optimista sonrisa.
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