Los humanos somos majos si tenemos el estómago lleno. En la fiesta, si se está cómodo y hay para todos, somos simpáticos, gentes de bien, amantes de la paz. En tiempos de abundancia somos maravillosos. Pero las sonrisas enseñan también los colmillos. Que llegue la escasez, que las condiciones se degraden, en una familia, o en una región, o en una nación; si estalla la guerra algunos serán capaces de las mayores atrocidades. Hay muy poca distancia entre la persona maja y el monstruo. Se trata de evitar que asome el lobo que llevamos dentro. En Siria llevan ocho años de guerra civil. Ahora la comunidad internacional quiere sentar en el banquillo a los torturadores y genocidas. Les abandonamos a su suerte y luego, para lavar nuestra conciencia, juzgamos a los malos. Suena a chiste. ¿Es que la propia comunidad internacional no fue capaz de interrumpir esas matanzas? Quizá esta pregunta parezca ingenua a los diplomáticos. La geopolítica es compleja, un arte demoníaco. Un apretón de manos, una firma y con eso entregamos a una ciudad remota a la devastación y la esclavitud, al saqueo y la masacre. Los poderosos nunca se manchan de sangre las manos, ordenan la matanza desde un despacho. El tiempo lo arrastra todo. Pensemos en Euskadi. Aquella región que se agitó en una tormenta de odio se apacigua. El tiempo lo arrastra todo. Allí hubo víctimas y verdugos; unos ejercieron el terror, otros lo padecieron. Simular concordia entre unos y otros con un brindis navideño que pretenda indicar que "aquí no ha pasado nada" da náuseas.
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