Que todos tengamos, adultos y adolescentes, nuestro móvil no deja de ser maravilloso. Hace 20 años nadie se imaginaba que un dispositivo portátil podría cambiarnos tan radicalmente la vida. ¿Realmente la ha cambiado? Si lo llevara un 1% de la población mundial, seguro que no. Pero lo maneja el 99%. Y no por capricho, por necesidad. Si no llevas tu aparatito contigo doquiera vayas, estás fuera. ¿Fuera de qué? Fuera de la sociedad, de la humanidad, de la historia. Todo dios anda distraído con este invento. Imposible abstraerse durante unas horas. Nos interrumpen siempre. Recuerdo que de joven leí la Crítica de la Razón Pura. Eso exige un esfuerzo y una atención prolongadas. Hoy me sería imposible.
Estamos de cuerpo presente, e, intermitentemente, de alma ausente. Aquí y en otra parte. Dando saltos cuánticos. Viajamos en un vagón de metro, en un autobús, en un medio de transporte público. Salimos a la calle. A nuestro alrededor andan personas mirando una pantalla, escuchando música, esquivan el bulto que somos para ellos. Nosotros hacemos lo mismo. Más cercanos los lejanos, más remotos los prójimos. Amarás a tu prójimo como a tí mismo. ¿Quién es mi prójimo? ¿Es esa comunidad virtual de amigos, conocidos, familiares, amoríos o es el cuerpo que tropieza con nosotros? Ni remedian nuestra soledad, ni nos hacen compañía. Es como si hubiéramos perdido el cuerpo. Vivimos en la antroposfera, ruido y furia de la actualidad. No descansamos nunca de nuestra propia miseria. Nos hemos olvidado de mirar al firmamento (el cielo estrellado sobre mí, de Kant), al fuego que crepita, a una puesta de sol, a un diente de león que asoma en el asfalto.
Todo invento tiene su antecesor. Las telecomunicaciones empezaron hace siglos. Pensemos en las cartas de los emigrantes, de los enamorados, en las botellas de los náufragos. Principios del siglo XX. Gran invento el teléfono: gracias a él podíamos hablar con nuestra abuela (recuerdo una página de Proust al respecto). Todo progreso tiene su lado oscuro. Gran invento el teléfono: reuniones de trabajo en cualquier sitio, a cualquier hora, siempre dispuestos para el hostigamiento. Conversar con un desconocido por el móvil. Es todo tan irreal. Son medios fríos, sin tacto, sin ese aura que tiene la presencia de la otra persona. Obligarse a una desesperada cortesía o abandonarse al insulto. Tengo por idiota a la legión de tecnólatras que puebla este planeta. Pero estos maravillosos medios adolecen de una gran y terrible limitación: no podemos comunicarnos con los muertos. También de los muertos parece que nos olvidamos.
La naturaleza no nos deshumaniza, aunque sea hostil, la muy puta. ¿No estamos hechos de su mismo barro? Somos los mismos hombres lo que nos deshumanizamos.
Y me callo, que esto se parece peligrosamente a un sermón.