Hace 156 años que el fuerte ego de Schopenhauer se disolvió en la naturaleza.
Iván Illich
El hombre muerto, el que hizo lo que había que hacer, el que ahogó su potencial por adaptarse al medio social (el medio puede ser insuperable por estúpido). Sus compañeros se enteran de su muerte. Nadie se conmueve. Lo único que les preocupa es quién ocupará su puesto. Su matrimonio ha sido una farsa. No hubo amor. Nadie le echará en falta. Charlas insustanciales, tópicos y lugares comunes. En la soledad de la agonía y la muerte Iván Illich, como Don Quijote, recupera el juicio: descubre que su vida ha sido mecánica, inerte y ve la muerte como una liberación. Qué pálido resumen. Es mejor leer el libro.
El perdurable esfuerzo
Me pregunto si San Agustín sabía que los bárbaros -los vándalos- estaban a las puertas de Hipona cuando murió. Esto me recuerda otra muerte en circunstancias terribles, la de Unamuno en su arresto domiciliario de Salamanca, el 31 de diciembre de 1936. La muerte le ahorró ver del todo el horror en que España se precipitó. Si no me equivoco Pablo Neruda murió pocos días después del golpe militar de Pinochet. Otro personaje que recuerdo es Henri Bergson, que falleció cuando París había caído ya bajo la invasión hitleriana. Bergson, que preparaba convertirse al catolicismo, rechazó finalmente bautizarse para seguir siendo judío. Antonio Machado murió agotado, extenuado, en el exilio de Colliure. Son cinco ejemplos de hombres que llegaron a la meta al tiempo que su mundo se desmoronaba. Contribuye a la civilización, a lo más noble que hay en nosotros (me dice el Espíritu) aunque el incendio de la Historia reduzca tu esfuerzo a cenizas. Porque tu esfuerzo perdurará.
Una hora antes del Pesimismo
¿Acaso yo como y bebo para volver a tener hambre y sed y así comer y beber de nuevo, hasta que se abra bajo mis pies la tumba que me devore y yo mismo sirva a la tierra de abono? ¿Engendro seres semejantes a mí para que también coman, beban y mueran y para que dejen tras de sí seres semejantes a ellos que harán lo mismo que yo hice? ¿Para qué sirve este ciclo que se repite perpetuamente, este juego que recomienza una y otra vez de la misma manera, donde todo existe para perecer, y perece sólo para volver a ser como ya era; este monstruo que se devora a sí mismo sin cesar para poder volver a alumbrarse, que se alumbra para poder volver a devorarse?
Es como si Fichte describiera la Voluntad de Schopenhauer. Se rebela contra este sinsentido atroz. Da un puñetazo en la mesa y añade:
Jamás podrá ser este el destino de mi ser, de todo ser. Debe haber algo que es porque ha devenido; que ahora subsiste y que nunca más podrá devenir una vez que lo ha hecho; eso que subsiste debe engendrarse en la mudanza de lo efímero, y perdurar en medio de ello y avanzar ileso sobre las olas del tiempo.
Fichte continúa, apretando los labios, con la mirada puesta en un porvenir maravilloso:
Ninguna obra que lleve el carácter de la razón y que hubiese sido emprendida para expandir el imperio de la razón puede perderse sin más en el transcurso del tiempo. Esas víctimas que la brutalidad impredecible de la naturaleza arranca a la razón deben cuando menos fatigarla, saciarla, aplacarla. Esa fuerza que ha dañado sin medida no puede volver a darse de esa manera, no puede estar destinada a renovarse, debe consumirse en su primer arrebato de una vez para siempre.
Ojalá fuera cierto.
Y para terminar, un poco más adelante, dice el bueno de Fichte:
Pero no es la naturaleza, es la libertad misma la que causa en nuestra especie la mayoría de los desórdenes y los más terribles de ellos. El enemigo más cruel del hombre es el hombre.
Estamos de acuerdo.
Y para terminar, un poco más adelante, dice el bueno de Fichte:
Pero no es la naturaleza, es la libertad misma la que causa en nuestra especie la mayoría de los desórdenes y los más terribles de ellos. El enemigo más cruel del hombre es el hombre.
Estamos de acuerdo.
Johann Gottlieb Fichte, El destino del Hombre
Olvido
Entonces, antes de la Gran Guerra (...) no era indiferente que uno viviese o muriese. Si uno era borrado de la fila de los mortales, no entraba otro en seguida en su lugar para hacer olvidar al difunto, sino que permanecía un hueco en el que aquel faltaba y tanto los testigos cercanos como lejanos de la pérdida enmudecían cada vez que miraban ese hueco. (...) Así era entonces. Todo lo que crecía necesitaba mucho tiempo para crecer, y todo lo que perecía necesitaba mucho tiempo para ser olvidado.
Joseph Roth, La marcha Radetzky
La grey de Rajoy
No fue la sociedad atenta (dicho sea con sarcasmo) la que forzó la renuncia al puesto en Washington en el Banco Mundial del exministro Soria. Fue -dice un diario- una rebelión interna en su propio partido. Todo sea por el bien de España, a la que tanto invocan estos señoritos ladrones; grey de Rajoy, el idiota máximo, el inútil ejemplar. ¡Oh sociedad atenta y libre, cada vez te retratan mejor Los Caprichos de Goya!
El último gesto
Díme tú que ya sabes: ¿qué nos pertenece si todo se nos ha dado prestado
y duramos tan poco?
y duramos tan poco?
Crítica
Con la muerte en los talones. Todo en esa película es odioso: la música orquestal (pastiche de la clásica), los actores (insoportables), la trama pseudokafkiana, la grotesca historia de amor (con una belleza, por supuesto), los muebles de lujo en mansiones suntuosas, los esperables golpes de ingenio del guión, la multitud filmada con malicia, el comercial director inglés naturalizado en Hollywood, las cabezas colosales del monte Rushmore, la escena del aeroplano agorafóbico que no despeina a un héroe que va teniendo cada vez más cara de idiota.
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