Ellie Mcdowell, de 31 años, llevaba tres trabajando como
guarda forestal en un parque natural al norte de Denver. Llevaba los mismos
años saliendo con Bobby Kosciusko, un joven de su pueblo del que se enamoró en
un baile que organizaba la asociación para la defensa del pino de Colorado.
Pero Bobby conoció más tarde a una compañera de Ellie en uno de los bailes que
organizaba la asociación para la defensa de una variedad del abeto de Denver.
El resultado fue que el abeto de Denver creció a expensas del pino de Colorado,
es decir que Bobby se enamoró de la compañera de su novia.
Querida
Ellie:
Sabes que
sobre los sentimientos no tenemos ninguna autoridad. He sido muy feliz a tu
lado, de verdad, pero ahora he conocido a una chica maravillosa y, bueno, nos
hemos enamorado. El caso es que Rachel y yo hemos decidido irnos a vivir
juntos. Perdóname por todo, nadie sabe tanto como yo lo fantástica que eres
pero ya sabes que sobre los sentimientos los hombres no tenemos casi ninguna
autoridad.
Quise decírtelo el último día pero me faltaron fuerzas y
he preferido hacerlo por carta. Por favor no me llames, será mejor que lo
dejemos así, sin reproches ni violencias. He pasado contigo unos años
maravillosos pero al final el amor también se extingue, como el fuego.
Espero que me perdones, te juro que no quiero hacerte
daño y que te deseo todo el bien y la felicidad de que es capaz este mundo.
Con cariño
Bobby
Al salir de su casa para ir al trabajo Ellie abrió el
buzón y se encontró la carta de Bobby. No había sido enviada a correos, no
tenía sello, ni dirección. En el exterior del sobre estaba escrito “Para Ellie”
con la característica caligrafía norteamericana., redonda e infantil. A Ellie
le extrañó aquella carta y decidió leerla cuando tuviera un momento libre en el
trabajo. Mientras iba pensando en sus posibles contenidos (la amenaza de muerte
de un psicópata, una declaración de amor de un admirador anónimo, una broma de
sus compañeras de trabajo) conducía su viejo Pontiac por la carretera comarcal
36 que la llevaba directamente a su centro de trabajo: el parque natural de
Colorado Springs.
El parque
era una vasta extensión de bosque que cubría buena parte del norte del estado.
Pinos, abetos, robles y hayas eran las especies arbóreas más frecuentes en esa
densa masa forestal orgullo de los habitantes de la comarca. Se había declarado
monumento natural en 1976, el mismo año en que se cumplió el segundo centenario
de la declaración de independencia de los Estados Unidos. Ellie era entonces
una niña y poco podía sospechar que aquel aburrido acto que presidía el
gobernador y al que asistió llevada por sus padres estaba secretamente ligado a
su destino.
Después de cambiarse y recibir
las someras instrucciones de su jefe se dirigió a la zona que tenía asignada para
ese día. Era un seco y ventoso día de junio y había que tener los ojos muy
atentos para poder descubrir en el horizonte la más leve señal de un incendio.
Algunos árboles eran tesoros de incalculable valor, había pinos que rondaban
los mil años de edad. En la entrada a
las instalaciones del parque se exhibía en sección transversal el tronco de uno
de esos pinos con las efemérides históricas de las que había sido contemporáneo
en un apacible lugar por el que nunca había pasado el torbellino de la historia:
1066 batalla de Hastings, 1492 descubrimiento de América, 1776 declaración de
independencia de los EEUU, 1972 año del abatimiento del árbol.
Con su jeep Ellie penetró unos
cuatro kilómetros por una estrecha pista de tierra dentro del laberinto forestal
hasta alcanzar un pequeño claro de unos diez metros de diámetro en el que se
encontraba un solitario y rústico asiento de madera. La mañana era luminosa. Un
pájaro –probablemente un extraviado reyezuelo de Carolina- cantó tres notas
aflautadas en algún lugar recóndito, entre los pinos más altos.
Un escalofrío recorrió el
espinazo de Ellie cuando, por fin, mirando alrededor comprobó que estaba
completamente sola. Había metido la misteriosa carta en uno de los bolsillos
interiores de la chaqueta caqui que era parte de su uniforme de guarda. Un
huracán de sensaciones pasó por la mente de Ellie en unos pocos segundos, la
excitación de la mujer parecía contagiarse al resto de la naturaleza; las finas
copas de los pinos esbeltos se mecían fuertemente al azote de aquel viento seco
y tenaz, impropio de la estación.
Tomó el sobre en sus dos manos,
lo abrió con inusitada delicadeza, respiró hondo y se puso a leer.
Al terminar la lectura los ojos
de Ellie estaban llenos de lágrimas. Un natural pudor hizo que mirara de nuevo
a su alrededor mientras se limpiaba la nariz con el dorso de su mano izquierda.
“Hijo de puta” dijo para sí misma con toda la rabia de la que fue capaz. El
pájaro volvió a emitir sus tres notas fatales.
Como si quisiera borrar para
siempre esa tremenda conmoción de la que habían sido mudos testigos los
elegantes árboles estrujó con rabia el papel y se abandonó a un llanto que se
prolongó durante un largo rato. Al volver en sí advirtió que las sombras se
habían desplazado de manera notable, el sol caía a plomo desde el meridiano
abrasando la tierra. Una candente idea cruzó como una brasa el cerebro de Ellie
e inmediatamente se puso a llevarla a cabo. Tomó de uno de los bolsillos de su
pantalón un encendedor de gas que llevaba consigo y sin vacilación prendió
fuego al papel.
Aturdida por el dolor dejó caer
al suelo la prueba de su desgracia, que pronto quedaría reducida a cenizas, y
se dirigió tambaleante y doliente al jeep para regresar a la oficina.
Un mes después los telediarios
de todo el mundo hablaban del incendio forestal que había arrasado el parque
natural de Colorado Springs y que aún presentaba algunos focos fuera de
control.
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