Subo de excursión con mi familia al puerto de San Lorenzo (1.327 m). Son las once y media de la noche. Me acompañan mi mujer (con la que no tengo relaciones desde hace meses) y mis dos hijos (la niña de 13 años a la que sorprendí viendo pornografía en el móvil) y el niño de 7 (al que abandono a su suerte frente a la TV durante horas). Mi hogar son gritos, facturas, farsas de reconciliación, ternura torpe, apuros económicos, visitas diarias al centro comercial, vacaciones en la costa, televisión, telediarios, grupos de padres de whatsapp, sonrisas a los vecinos, masturbaciones, comida para perros, facebook, ruido. Para salir de la rutina he llevado a mi mujer y a mis dos hijos al puerto San Lorenzo. Un poco de montaña les vendrá bien, cierto que la hora es poco acostumbrada y mañana es lunes. El cielo está despejado. La bóveda celeste. Le digo a mi hija: "mira, ése es Júpiter". Tengo que abofetearla. Dejamos el coche a dos kilómetros, demasiado lejos para recuperarlo. Vemos pasar aviones continuamente. Empieza a hacer bastante frío. Mi mujer me pregunta a gritos: "¿para qué nos trajiste aquí, imbécil?" Mis hijos se asustan, empiezan a llorar. No volveremos más a casa. No volveremos más a casa. Nos quedaremos los cuatro aquí, juntos, para siempre, lejos del mal, bajo la noche serena.
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