En un descampado que hoy sirve de aparcamiento público, supervivientes de un jardín desaparecido, se levantan hasta distintas alturas un grupo de árboles. Dos hayas imponentes, cuyo tronco no abrazan tres hombres; un abeto, dos álamos, un ciprés. Por su corpulencia estos árboles deben de alcanzar los trescientos años. En las esquinas del arrasado jardín dos enormes magnolios hacen guardia. Los muros que cerraban el perímetro han sido derruídos, sólo queda un reja verde en una parte. A algún personaje importante de la villa perteneció la finca donde están estos árboles. Abierta a los cuatro vientos y con la casa desaparecida han perdido su mutua relación, su belleza es patética. Son como un naufragio vegetal, pero no se compadecen de sí mismos ni dicen tonterías. Jamás he visto a un árbol que fuera estúpido.
La única estupidez de la naturaleza es el ser humano
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