Muchos libros se hojean de pie junto a los estantes de una librería o biblioteca. Al menos yo he pasado bastante tiempo en posición de firmes con la cabeza agachada, leyendo aquí y allá. Como la lectura es una operación (así la llamó Juan Ferraté "La operación de leer") es una operación, digo, bastante absorbente, uno se abstrae del rumor callejero ("los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la biblioteca..." escribió Borges). En esas circunstancias no hace mucho me detuve en un libro de Frans de Waal, el primatólogo holandés experto en... nosotros. Siempre miro si un libro tiene una cita inicial y las dedicatorias. Se podría escribir un libro sobre las citas iniciales y las dedicatorias. Casi todos los científicos, hombres de familia, dedican sus libros a su mujer o a sus hijos. Y las mujeres de ciencia igual, se acuerdan de su cónyuge o de sus hijos. No recuerdo el título del libro de de Waal. Lo que quiero destacar es el principio del libro en cuestión. De Waal dice ahí que uno de los peores momentos de su vida fue cuando recibió una llamada comunicándole que un querido y viejo chimpancé, el jefe de la manada del zoo, al que estudiaba desde años había recibido una paliza, con nocturnidad y alevosía (y esto no pretende ser un chiste, fue rigurosamente así) de otros tres chimpancés. De Waal dice que si la hembra alfa hubiera estado presente el ataque no hubiera tenido consecuencias. Estoy tratando de recordar detalles del texto pero tengo lagunas. No recuerdo el lugar, sé que era un zoo de Holanda pero no me acuerdo de la ciudad. Voy a lo que me interesa. Cuando de Waal llegó a toda prisa para estar con el chimpancé, con una premura semejante a la que tenemos cuando vamos a ver a un ser querido que ha tenido un percance, se lo encontró gravemente herido, sin posibilidad de recuperación. Dice de Waal que el animal le miró a los ojos y lanzó un gran suspiro. Poco después murió.
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