Empieza la función. Suena la orquesta. Aparecen los personajes. Se suceden las arias. La mujer enamorada del enemigo de su familia, se juran amor eterno. El hermano de ella, Enrico, se opone. Lucía tendrá que ser de Arturo, no de Edgardo. Ella se desespera, se rebela, es inocente; lo que no lograría por la fuerza su hermano lo consiguen los sutiles argumentos del clérigo Raimundo. Noche de bodas en las tierras altas de Escocia. Castillos, naturaleza salvaje. La sociedad celebra la feliz unión. El horror estalla: Lucía asesina a su marido en el lecho nupcial (sin duda antes de que se consumara la unión) y se vuelve loca. O al revés, se vuelve loca y asesina a su esposo. La escena de la locura: la voz de Lucía y una flauta sonando las mismas notas. Edgardo se entera de la boda, maldice a Lucía. En ese momento la familia de ella le comunica lo que sucede: Lucía está agonizando, ha perdido el juicio. Se oye el tañido funeral de una campana. Lucía ha muerto. Edgardo comprende que ella siempre le amó, que le ha sido fiel y, desesperado, se apuñala. Telón.
Con ese argumento todavía hay gente que va a la ópera a lucir su posición social en la pequeña ciudad de provincias. Ni que fuera el teatro de Weimar.
Esta ópera de Donizetti tuvo una ilustre y muy digna espectadora: Madame Bovary.
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