El mundo es nuestro cuerpo, digo esto con permiso de Schopenhauer. Quiero decir que esta "representación" (el mundo es mi representación) está determinada por la edad y la salud de la máquina que somos. De niños todo es nuevo, de jóvenes nos posee el amor, de adultos la ambición y de viejos los achaques. Es curiosa la inmensa diferencia que existe entre los hombres en lo que respecta a esto. Estamos todos revueltos. Cambiamos cada minuto. Se cruzan los felices con los desesperados, los sanos con los enfermos, los que empiezan la vida con los que la terminan. Algunos beben a grandes tragos la vida, es su época solar, se creen indestructibles. Otros vegetan, vencidos, se limitan a durar y acaso desean la muerte. De ahí resulta un enorme malentendido: nadie conoce a nadie. Creo que Pavese, que era muy fino, decía que algunos hombres llevan un cáncer secreto que les roe por dentro. No sé si la cita es exacta o aproximada. Quizá un buscador automático de plagios descubra la cita que busco. De Pavese hay una cita estupenda que sí voy a citar correctamente: Gli uomini che hanno una tempestosa vita interiore e non cercano sfogo o
nei discorsi o nella scrittura, sono semplicemente uomini che non hanno
una tempestosa vita interiore. A mí no deja de sorprenderme la alegría y la seguridad con la que parecen -parecen- vivir algunos. Está muy bien y me alegro por ellos. No conocen todavía "el otro lado del jardín" que creo decía Wilde.
Esto me recuerda un admirable ensayo de Bertrand Russel, "El culto del hombre libre" donde se dice: A todo hombre le llega, tarde o temprano, la gran renuncia. Para los
jóvenes no hay nada inalcanzable; un objeto bueno deseado con toda la
fuerza de una voluntad apasionada, y sin embargo imposible, no les
resulta verosímil. Con todo, a través de la muerte, la enfermedad, la
pobreza o la llamada del deber, debemos aprender todos que el mundo no
se hizo para nosotros y que, por hermosas que sean las cosas que
anhelamos, el destino puede vedárnoslas. Es cuestión de valor, cuando
llega la mala suerte, soportar sin desconsuelo la ruina de nuestras
esperanzas, apartar nuestros pensamientos de vanos lamentos. Este grado
de sumisión al poder no sólo es justo y necesario: es la puerta misma de
la sabiduría.
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