Nuestras vidas son los ríos

Primero la barca está quieta en un lago silencioso. Poco a poco comienza a notarse un ligero movimiento: el lago era, en realidad, un río. La barca navega apaciblemente por la corriente suave, uno podría mirar con calma el paisaje y las orillas. Es un hermoso paisaje. Pero la barca empieza a desplazarse más deprisa, la corriente es un poco más fuerte. Aparecen las primeras turbulencias, la barca se mece. La atención se desvía de la contemplación del paisaje al gobierno de la nave. Ahora la barca no navega, es la corriente la que la arrastra. Es cada vez más difícil mantener el equilibrio en la cubierta, hay que agarrarse. Por primera vez se oye un rumor en la dirección de la corriente, un ruido desconocido y tenebroso. Ahora la corriente es muy fuerte, la barca se zarandea, golpea las olas, las olas la golpean. El lejano rumor es ya un estruendo creciente que se hace ensordecedor. No hay vuelta atrás (nunca la hubo, eso lo sabemos ahora). Y llega el momento en que se comprende todo: la barca se precipita hacia las cataratas, hacia el abismo.  

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