Urania, musa de la astronomía, es muchísimo más vieja que Clío, musa de la Historia. Urania es lo superlativo, lo inconcebible. Cada vez que aparece una noticia sobre algún descubrimiento astrofísico, si leemos con atención, la cabeza nos da vueltas de puro vértigo. Todo lo humano queda reducido a nada. Todo vanidad. Da lo mismo suicidarse que bostezar. Dijo Unamuno: "para el universo no soy nada, para mí todo". El universo de Unamuno era muy pequeño comparado con el que conocemos hoy. Seguirá siendo cada vez más inmenso, más superlativo, más inconcebible, más inhumano. Por una parte esta insignificancia nuestra produce melancolía, por otra es un alivio. Mientras hay salud y podemos arreglarnos es natural considerar nuestra importancia, hacer gimnasia, dejar el tabaco o protegernos de las insolaciones. Pero (poniéndonos en el caso extremo, dejamos aparte desengaños o contratiempos cotidianos) si llega el momento grave de la muerte, si ella aparece en nuestro horizonte como una realidad inminente e ineluctable, creo que costará menos desaparecer -¿o tal vez no?- si se piensa con toda la fuerza de la imaginación en los miles de millones de galaxias y sus miles de millones de estrellas. En esas distancias inmensas, en esas energías miles de millones de millones de veces más potentes que la bomba atómica. Tampoco haría falta. Pensemos en Pascal. En el interior del hombre hay abismos. Imaginemos la eternidad y el infinito. Con todo gritamos, es natural, si nos quema una cerilla. Lloramos si nos deja un ser querido. Un orgasmo oscurece una supernova. Nada. Todo. Nada. Todo...
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