Cuando la mermelada llega al cuello lo mejor que puede hacerse es recitar en voz alta algunos Cantos de Leopardi. Ayer, de madrugada, un hombre leyó en voz alta en el gran dormitorio de su palacio en ruinas un par de esos maravillosos poemas. Leyó La Ginestra, L'Infinito, A se stesso. Los leyó con la voz ronca por el tabaco. Los leyó para el vacío, para la eternidad, para nadie, para ella, para sí mismo. Los versos resonaban, con rabia, con delirio, en el silencio de la noche.
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