El niño que nace con un destino de trabajador para más de treinta años no nace. No ha nacido jamás. Podrá tener un mes de vacaciones al año, podrá descansar los fines de semana. Pero no ha nacido jamás. Cuando se jubila no sabe si reír por los días de fiesta que tiene por delante (no son muchos) o si llorar por los días que ha dejado atrás (son demasiados). Un hombre son sus hábitos. Quien ha desempeñado tareas rutinarias -labores de empleado, por ejemplo- siete u ocho horas al día durante más de treinta años no ha nacido. La música de nuestra vida es el hilo musical de un supermercado. El trabajador tiene al tiempo en su contra. Las horas son enemigas. Los minutos siempre le acercan a la puerta de la oficina o del puesto de trabajo. Los minutos que le acercan al viernes o a las vacaciones son engañosos. A la vuelta de esa ilusión está el tiempo que corre de nuevo hacia el trabajo, hacia el despertador. Al dejar el trabajo por jubilación el tiempo corre hacia la muerte. El trabajador no ha nacido y ha perdido las ilusiones, pero aún sueña. De todos los sueños posibles el del amor es el más miserable y engañoso. El amor necesita tiempo y de tiempo es precisamente de lo que carece el trabajador. El trabajador alienado y agotado debe convertirse en una máquina ya que una máquina puede hacer su trabajo. Ni demasiado joven para adaptarse ni demasiado viejo para que lo jubilen. Delante, la pared de un día gris tras otro día gris en la cárcel de los días.
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