Estoy harto de mi. Esto, amigo Sancho, lo digo para fastidiar a los psicólogos que se ganan la vida elevando nuestra "autoestima" como si fuera una proteína cualquiera. ¿De dónde habrán sacado esos diablos una idea tan descabellada? No, basta: digamos la verdad, estoy harto de mí. Pero, ¿cómo soportarse una vida entera, desde la cuna hasta la sepultura, sin poder tomarse de vez en cuando vacaciones de uno mismo? Peor cárcel que la de la identidad no hay. Creo que quien nunca estuvo alguna vez harto de sí mismo es un indecente. No confundamos esto con el odio a uno mismo; me refiero, amigo Sancho, a un emoción más tenue, más resignada. "Acéptate como eres", me dicen a coro. ¡No me da la gana! ¡Tengo muchos defectos! El principal de todos: tener los brazos delgados como alambres. Y siempre la misma jeta en el espejo y esta triste figura, que soy flaco como una escoba. El que inventó el espejo, amigo Sancho, envenenó el alma humana. Narcisos, narcisos todos. Me parece de perlas el epitafio de aquel filósofo que dice: "liberado de ser hombre". Tengo a este difunto fuera quien fuera, amigo Sancho, por un gran sabio. "Déjese de cavilaciones, mi señor Don Quijote, y apechugue con quien es sin más murrias ni melancolías, que todos somos hijos de Dios y ha de haber de todo en el mundo. Fíjese usted en mí, ¿creerá vuesa merced que a mi me sienta bien esta panza? Pues con ella me contento y no me cambiaría ni por el mesmo Amadís, ni por el rey de Ingalaterra"
Instantánea
Un paseante camina por el laberinto del parque urbano. Se fija en un hombre solo, apartado, sentado en un banco. Tiene la cabeza hundida, parece dormir, pero está tan inmóvil que podría tomarse por muerto. En todo caso es un hombre derrotado, nadie normal adopta esa postura a plena luz del día. El caminante se mueve y llega a un punto en el que ve, en el mismo eje, la cabeza hundida de ese desdichado y unos metros más allá, en otro banco, a una pareja de chicos, muy jóvenes, muy guapos, enamorados y felices, que se hacen un selfie.
De la fragilidad de la vida
No creo que haya cosa en la que más nos engañemos: me refiero al sentimiento de que la vida es algo sólido, indestructible y firme; que se da por supuesta nuestra supervivencia en plazo indefinido. La vida tiene algo propiamente loco o demencial, es una borrachera organizada, un engaño tenaz. Sería muy llamativo para una conciencia lúcida (una conciencia angélica, digamos) observar esa seguridad con la que caminamos los mortales por este laberinto, este desierto inclemente del tiempo en medio de una naturaleza hostil. Nos acechan innumerables peligros. Somos como el agua que cae de peña en peña, hacia lo incierto, hacia abajo. Ciertamente la vida sería insoportable de tener esa extremada lucidez: sería como si contáramos cada latido del corazón como si fuera el último. Para comprender cabalmente nuestra existencia, esta caída en el tiempo, tendríamos que situarnos fuera de ella, lo que es imposible. Todos los muertos de los siglos (una suma que no deja de crecer y de borrarse) no bastan para hacernos comprender la situación en la que estamos.
En definitiva: cuando podríamos darnos cuenta de nuestro precario existir ya no podremos darnos cuenta de nada.
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