Diario Romano, de Bruno Mesa


Me preguntas si en las dos semanas que llevo en Roma he gozado siquiera un momento de fugitivo placer, de placer robado, previsto o imprevisto, exterior o interior, turbulento o pacífico, o vestido bajo una forma cualquiera. Te responderé en buena consciencia y te juraré que desde que puse el pie en esta ciudad jamás ha caído sobre mi ánimo una gota de placer, excepto en aquellos momentos en que he leído tus cartas"  Traigo esta cita de Leopardi (de una carta del poeta a su hermano Carlo escrita en 1822) porque quien lea "No guardes nada en tus bolsillos" puede llevarse la impresión de que Bruno Mesa no lo pasó en Roma mucho mejor que Leopardi.

En principio que un escritor todavía joven tenga que pasar nueve meses en Roma como becario de la Academia de España sin otra obligación que la de realizar un proyecto literario más o menos vago suena de maravilla, es un regalo de la diosa Fortuna. Pero como Bruno Mesa es un poeta y no un apresurado redactor de folletos turísticos veremos que Roma, con todas sus maravillas, también contiene tedios y miserias. Para una persona de viva imaginación Roma puede ser un suplicio, pues todos los horrores de la Historia han pasado por ella. No todo son Berninis en la Roma de Mesa. Además está el problema de la convivencia: "Los nueves meses en Roma son un proyecto saludable, pero la estancia tenía una condición enfermiza: debía hacer la terapia en solitario, bajo el tinglado hipotético de los otros becarios y tal vez amigos" La convivencia, como se verá, no estará libre de conflictos. 

Roma fue durante siglos objeto de la codicia de muchísimos pueblos que soñaron con saquear sus riquezas y entregarla al pillaje; fue objeto de la ambición de sus propios caudillos y césares que quisieron poseerla sin rival posible. (En el Diario Romano Bruno Mesa menciona a Julio César un par de veces como precursor de los políticos italianos de nuestro tiempo y también aparecen Calígula y Caracalla). Pues bien, según iba leyendo el libro se me ocurrió invertir los términos y preguntarme si Roma sería capaz de conquistar a Bruno Mesa. Dejo la pregunta, que me parece oportuna, sin responder y que el lector conteste si quiere cuando termine el libro.

"Vagabundear por la ciudad se convirtió en una obsesión" dice Bruno Mesa en el prólogo. Y añade: "el único protagonista de estas páginas debería ser la ciudad, y en ella los que escapan y vuelven, ese desfile que nunca se agota". El ir y venir de las gentes se le antoja a Mesa una puerta giratoria. "El que vagabundea por una ciudad no busca nada, dice Mesa, solo encuentra. Por eso durante meses me he dejado llevar por el azar, empujado por unas calles a otras como hechizado por sus historias. Por más que vagabundeo e insisto, no es posible aquí repetirse. Roma se reinventa en cada esquina" Desde la llegada a la ciudad en octubre de 2010 hasta la partida en junio de 2011 asistimos al encuentro de un escritor de Tenerife, suficientemente exótico ("una especie de escarabajo africano" como se define a sí mismo), con una de las ciudades más grandiosas de este minúsculo planeta. ¿Qué cuenta un indígena cultísimo de las Islas Afortunadas (para Bruno Mesa más bien "Desafortunadas"), que ha vivido toda su vida con el rumor del turismo de masas en el aire, de una ciudad que ha sido y es imán de millones de turistas y peregrinos? 

Lo singular de este Diario es que Bruno Mesa ofrece cualquier cosa menos la perspectiva de un turista. De hecho, Bruno Mesa me parece la antítesis de esta singular especie migratoria. Quizá porque procede de un territorio donde el turismo es la principal fuente de ingresos y una religión del culto a Helios cada vez más agobiante, Bruno Mesa ha desarrollado anticuerpos que le protegen de la mirada superficial, la prisa, el repentino e inexplicable interés por los monumentos y el instinto de rebaño que caracteriza a esta especie. Pasar nueve meses en Roma sin seguir las huellas de ningún cicerone parece una proeza y desde luego es una extravagancia. Una extravagancia del vagabundo que fue. Se equivoca quien espere en este Diario Romano una guía al uso porque no encontrará tal cosa. El libro comienza significativamente con un timo. Recién llegado a Fiumicino Bruno Mesa cae en las garras de un taxista que le pide por el trayecto del aeropuerto a la Academia 50 euros y le acaba cobrando 70.

El 1 de noviembre de 1786 un alemán llegó después de muchos días de viaje a esta misma ciudad: "por fin he llegado a esta capital del mundo". Ese alemán era Goethe. Bruno Mesa es menos solemne. Goethe llegó en varias etapas, cambiando muchas veces de coches de caballos, y con el aire de Italia ya metido en los pulmones. El viajero moderno que se baja del avión aterriza después de un salto. Hemos ganado en rapidez, pero hemos perdido tiempo. La Roma de nuestros días no es la Roma de Goethe, sino la de Fellini o Sorrentino. Hoy la visitan a miles japoneses y coreanos y existe muchísimo menos peligro de morir apuñalado en la calle.

Nueve meses dan para conocer con relativa profundidad el carácter de un pueblo y sus costumbres. Aunque en este libro no aparecen retratados solamente el camarero que trabajó en Madrid o el peluquero de Caserta al que Bruno Mesa escucha con arrobo porque habla con acento del sur o el político aventurero que hizo carrera pasando de un partido a otro hasta fundar el suyo. Tambíen asoman sus compañeros becarios y los funcionarios que mantienen la Institución donde se aloja.

"No hay lugar que represente mejor la decadencia que la Academia de España en Roma" dice Mesa. Podemos imaginar que lo que sigue, en lo que atañe a esta Institución, no será muy elogioso. Digámoslo claramente: es un desastre. 

Este libro está escrito con tanta cólera como nostalgia. Luis Cernuda escribió en un poema: "esa inevitable/falacia de nuestro trato humano". A esa inevitable falacia, que otros temperamentos más joviales pueden tomarse a risa, es muy sensible Bruno Mesa. Eso no le acobarda: al contrario, le dispone al ataque. Las líneas que dedica al director de la Academia son demoledoras. Este personaje"modoso e insustancial" (espero por su bien que no lea el libro) es para Bruno Mesa el representante de los diplomáticos y altos funcionarios del Estado. No sólo el director es el blanco de sus dardos, también lo son supuestos intelectuales. Gente que acude a la exposición de un artista, por ejemplo: "Acuden, dice Mesa, muchos italianos de traje y corbata, atraídos no sabemos por qué. Parecen gente seria, intelectuales, señoras emperifolladas, una anciana solitaria con sombrero cloché y aire decadente, desaparecida dentro de sí misma". En un encuentro casual con una compañera por los pasillos del edificio la joven le asegura que hay una reunión con genios internacionales, la mayoría intelectuales y becarios de otras academias, sobre todo alemanes y belgas, etc. Mesa termina la escena con una escueta frase: "Sin dudarlo me encierro en mi habitación." Mesa sabe ser mordaz y atajar la ingenuidad con una risotada. Una visitante de la Academia le confiesa: "Nunca he estado con gente tan creativa, tan brillante... Te lo aseguro, estoy sorprendida. No hay uno solo que no esté lleno de ideas y talento. "No puedo contener la carcajada", concluye Mesa.

Hay un ambiente opresivo dentro de los muros de la Academia que los paseos sin rumbo por Roma pueden ventilar. "Carezco, escribe, de virtudes sociales y tiendo a encerrarme y a huir. No confiaba en nadie e intuyo que ninguno confiaba en mí. Solo era el escritor zurdo de la habitación doce". Con el paso del tiempo la cárcel que empezó siendo la Academia se convierte en algo cada vez menos inhóspito. En estos vagabundeos por el Trastevere, Villa Borghese o Villa Pamphili, recorriendo callejones y parques, observando el fenómeno humano y la huella que ha dejado la historia en los sampietrini, los adoquines de la ciudad, Bruno Mesa parece encontrar aire fresco, aunque sea a costa de sufrir el caos circulatorio de Roma (que será aún mayor en Nápoles) Las vespas son en Roma, nos dice, lo que las vacas en la India.

"De exposiciones, actos literarios y otros compromisos sociales, líbranos Señor" esa parece su letanía. Bruno Mesa huye de ellos como de la peste. "Voy a un recital de poesía, que es un acto propenso al masoquismo" dice.  En la sala del Instituto Cervantes en Piazza Navona organizan un acto titulado Creadores del Uruguay. "Es difícil saber por qué uno decide entrar", comienza. Al final queda clarísimo por qué huye.

En una ciudad tan vital y decrépita Bruno Mesa anticipa con la imaginación lo que será de nosotros dentro de unos cuantos siglos. Es una visión melancólica. La visita a la Biblioteca Angelica, donde Mesa persigue una de sus pasiones, la fotografía, le lleva a decir: "Dentro de unos pocos siglos, en otra biblioteca al otro lado del mundo, alguien repasará los lomos de otros libros con la misma amargura con que lo hace uno, con la misma sed" Visitando una domus romana del siglo II a. C. dice: "Quizá dentro de dos milenios alguien visite una excavación similar. Para ese día seremos nosotros la historia, el rumor primitivo, el fraude del tiempo" Y en las excavaciones de Ostia Antica se entrega a una meditación como de Shelley en las Termas de Caracalla: "En esto acabarán, dice Mesa, los lugares donde hemos dejado nuestras sombras, las calles que nos vieron nacer, aquella casa donde era posible caer enfermo"

En esos nueve meses Mesa realiza un par de excursiones: Venecia (Nada es tan inverosímil cmo descubrir que Venecia es real), Florencia, Nápoles. Su Diario Romano es también un Diario Italiano. Su visión no es sólo urbana, es nacional. "Qué fabulosos espectáculos ofrece Italia a un extranjero. Cada día, mientras leo el periódico, me pregunto si este país no será ficción." De Italia destaca Mesa la ilimitada capacidad para producir realidades inverosímiles. Y señala un rasgo de los italianos: el individualismo. "Italia, dice Mesa, es un país de grandes individuos, contradictorios y fabulosos, de una inteligencia admirable". Pero añade que este individualismo inherente al italiano produce todas las maravillas y las miserias del país. Coincide Mesa con la visión escéptica que tiene Ennio Flaiano: "En Italia la situación es grave, pero no seria" Del nepotismo romano observa Mesa: "Roma es una ciudad de hermanos y padres, de primos, sobrinos y cuñados" Esto podría corroborarlo un simple estudio de las familias que más papas han dado a la Iglesia.

Quien no quiso seguir a ningún guía se ve forzado a servir como tal: "Cumpliendo amistades, nos dice, he visitado en los últimos meses 4 veces los Museos Vaticanos, 5 Capitolinos, 7 Foros Romanos, una decena de Navonas, Farneses y Trevis, inteminables Santa Marías in Trastevere, Sopra Minervas y Panteones" Mesa, que no se fija en los monumentos, repara en las expresiones de asombro de sus acompañantes. Observa a los que observan. Durante su estancia recibe varias visitas, entre ellas las de García Martín, Xuan Bello y Javier Almuzara. "Antes de saludar a Martín ya estoy discutiendo con él" dice Bruno Mesa y añade más adelante: "Nuestra amistad no puede ser más sólida: nos vemos una vez cada diez años y vivimos a dos mil kilómetros de distancia" Esto suena a paradoja, pero como declara Mesa en este mismo libro: "Al ser humano le favorece la paradoja" Sospecho que la visita que más le emociona es la que en marzo, medio año de Roma a sus espaldas, le hacen su hermana, sobrina y cuñado. "Siento, dice Mesa, que apenas escribo de aquellos a los que debeo demasiado. A Sandra, mi hermana mayor, se lo debo casi todo" Bruno Mesa es ya un romano. Y quien ha sido romano alguna vez no dejará de serlo nunca. Tan romano como la estatua del sombrío Giordano Bruno.

Llega junio. Se acerca el final de la estancia, o como dice Mesa, enemigo de la solemnidad y la efusión sentimental: "se acabó el juego". Para esta despedida nos da un consejo sensato, el que da título al libro: "No guardes nada en tus bolsillos". Es el momento de hacer balance: "Hemos sido durante unos meses, escribe, aquello que nos pasamos la vida intentando recobrar: ser niños que juegan inadvertidos, despreocupados, insensatos, tal vez felices. Hemos cumplido con todos los ritos: las discusiones, el amor, la enfermedad, el reglamentario frío, el arte y su fachenda, el timo y la ganga, la belleza y el miedo, hemos recorrido Italia y ella nos ha entregado su deliciosa enfermedad, su conjura escenificada." Finalmente no es el huraño irreductible que podría parecer y recuerda con afecto, a punto de partir, a algunos compañeros de aventura a los que cita por su nombre. Tal vez les guarde algo de afecto porque sabe que no volverán a verse. Y eso, nos dice, es todo lo que se lleva de allí. No hay mejor equipaje: "no hay Berninis, dice, Caravaggios o Rafaeles que puedan igualar el milagro, detenido e irrepetible, de verles compartir la locura de la existencia alrededor de una mesa." Si hay un lugar en el mundo donde se puede compartir esa locura de la existencia es Roma. Aunque a Mesa le basta un suburbio de Santa Cruz, su ciudad natal. 

Con esa ironía suya, que es rasgo de su estilo, habla Mesa de un viejo amigo que la literatura no ha conseguido destrozar. La literatura: esa enfermedad o toxicomanía como él la llama. Cumpliendo con estos ritos "propensos al masoquismo" he presentado a ustedes el Diario Romano de Bruno Mesa y les animo a leerlo. Verán que Roma es algo más que el Coliseo y que Italia puede convertirse, para un escritor llegado de un remoto archipiélago africano, ese escritor zurdo de la habitación doce, en una patria adoptiva que nos maravilla y exaspera como lo hacen los amores verdaderos.

3 comentarios:

  1. Es una visión de Roma entre otras posibles, pero no la creo más penetrante o inteligente que, por ejemplo, la de Ramón Gaya, que en nada se parece a ésta. Más: me da la impresión, por lo que aquí se cuenta, de que BM va a Roma, y a cualquier otra parte, cargado con un buen saco de preju¡cios que le impiden ya no sólo ver, sino imaginarse siquiera la posibilidad de hacerlo, infinidad de cosas interesantes o valiosas. Yo prefiero la actitud del turista, dispuesto al menos a asombrarse ante lo que ve, por vulgares que sean el motivo y la condición de su asombro. Mejor ver poco y mal que ver sólo, o casi sólo, lo que uno ya llevaba previamente en la cabeza.

    ResponderEliminar
  2. Pa el cansino del anónimo: Tiene usted mucha razón, mejor leer poco y mal que leer sólo lo que uno ya llevaba previamente en la cabeza.
    Menos mal que lo suyo, aunque grave, tampoco es serio.

    ResponderEliminar
  3. Pues muchas gracias por su advertencia, crucificado amigo; se la pasaré a mi "cansino", que el pobre parece que no se entera mucho, ¿no?

    ResponderEliminar