Texto de la presentación de "Herencia" de Ana Vega en la librería Santa Teresa de Oviedo, el 18 de enero del 2018.
Los
gritos salían de la boca del toro de Falaris convertidos en una rara
música que agradaba los oídos del tirano siciliano. Ana Vega realiza
esta extraña operación: su dolor vital, su inadaptación al mundo, su
rabia, su desesperación se convierten en poemas de gran potencia. No hay
ninguna pose en ellos. Lo que más admiro de su escritura (pienso en “El
cuaderno griego” además de este libro) es su franqueza, su elocuencia,
la ausencia total de frivolidad. Dice en uno de los poemas de este
libro: “Atada pues de por vida/ a la miseria y a las ratas/ pero nunca a la mansedumbre” Parece domesticada pero es como un felino. Instinto. Resiliencia.
La
poesía de Ana Vega es directa, seca, sin retórica. Nos mete de lleno en
su torbellino de malestar. El poema “Rendición” empieza: “Todo lo que soy es, parte de, avanza, camina hacia/ y desde la miseria. / La
miseria en su más amplio sentido/ y tejido universal. Moral, física,
económica, laboral/ del individuo y de quien elige que ésta le defina. /
Acostumbrada a dirigir mis pasos entre estos escombros / de humanidad”
Estos
poemas desarrollan un desafío, una desobediencia, una rebeldía. La
poeta sabe que existe algo (el poder, el orden social) que intenta
impedirle que hable, que proteste, que ponga el grito en el cielo. Es
perfectamente consciente de esto: “Si
pretendes impedir que hable/ o piense o diga ambas cosas/ debes atar
bien fuerte mis muñecas/ y coserme la boca con tal brutalidad/ que
impidas que yo misma/ me devore los labios/ hasta escupir todo silencio”
Y más adelante concluye: “Y contra esto he de decirte también/ es imposible cualquier intento/ de silenciarme”
El
libro se abre con citas de Cortázar, Hugo Mújica, Pessoa y Valente.
“Herencia” me recuerda los lamentos de César Vallejo: el sufrimiento; o,
mejor dicho, el escándalo del sufrimiento. En “Voy a hablar de la esperanza” dice el poeta peruano: "Yo
no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como
artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este
dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente.
Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no
fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo
siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano,
también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente". Ana Vega también siente y se expresa así.
Por
su sentimiento de caos y cierta vena apocalíptica Ana Vega pasaría,
para mí, por una poeta expresionista. Es el tema de la decadencia, de la
podredumbre, de las maldiciones hereditarias. Uno de aquellos poetas
expresionistas dice: “Jamás atravesados por sentimientos/
mutuamente insensibles y rígidos/ ascienden y se hunden/ los soles, los
átomos: los cuerpos en el espacio” La naturaleza es una mecánica
despiadada (no ha perdido la piedad, simplemente no la conoce). Esta
insensible mecánica física es también la mecánica de la transmisión de
la vida: la maquinaria biológica que perpetúa ciegamente taras y
miserias.
En
este libro de Ana Vega hay antiguas humillaciones, hambre atrasada,
pobreza hereditaria, exclusión, rabia acumulada, muebles ajenos. Este
libro está atravesado por el estigma de pertenecer a una clase social,
es un libro político. Contiene aquella época de escasez de la posguerra,
emigraciones frustradas, servidumbres remotas que llegan hasta el
presente. Ana Vega tiene la inteligencia suficiente para darse cuenta de
sus orígenes. Se ha liberado de la fatalidad y la injusticia hereditarias
en la medida en que las conoce, pero esto mismo le hace sufrir. Este
libro es una paradoja de la lucidez: por un lado la consciencia del
determinismo hereditario, de la injusticia social; por otro la voluntad
de escapar de esa herencia que a la vez se asume y se rechaza. Estaría
realmente hundida si no se diera cuenta de su situación y viviera más o
menos satisfecha. Reconocer la enfermedad es el principio de la
curación. Dice en un poema: “La herencia no me ha enseñado nada, / tan sólo a repetir los errores/ de la manera más incauta posible” Y también: “Mi
padre recuerda aún hoy/ la ferocidad con la que éstos/ devoraban el
maíz crudo. /Dicha herencia / nos impide/ aflojar la mandíbula/ en esta
casa” Qué rebeldía, qué furia y qué rabia hay en estos versos del para mí mejor poema del libro “La bicicleta”: "Aprendí
el significado de poseer cosas muy pronto y todo lo que significa no
tenerlas. También que a las señoras de bien les gusta escoger a niñas de
familia humilde pero que sin embargo son “finas” y “educadas” -dieron
por hecho que la cultura de los libros sólo alcanzó a los que pudieron
comprar dicha cultura y dichos libros- puesto que la cultura viene de
cuna, de cuna y ornamentos, dicen". Sí, las señoras de bien que
escogen niñas de familia humilde pero que sin embargo son “finas” y
“educadas”. Contagiados por la indignación dan ganas de pegarle fuego a
las casas de esas señoras de bien. Ana Vega expone con elocuencia estas
injusticias. Hace que a uno le hierva la sangre.
Esta
penosa historia no es nada excepcional, naturalmente. Por otra parte la
miseria más negra fue el estado general de la humanidad y lo sigue
siendo en muchas partes del mundo (entre nosotros está más disimulada
pero existe y para verlo aquí está este libro). Aparte de esto los
graves conflictos familiares siempre han sido frecuentísimos aunque no
todos le escriben, como Kafka, una carta al padre.
El peso de la Herencia, la institución de la familia. En el poema “La bicicleta” dice Ana Vega: "Veo
en este tejido familiar la raíz de quien soy ahora y muchas de las
alteraciones que sufro al contemplar cómo la escena se repite y negarme a
tragar mentira alguna pues en mi piel y en mí llevo la experiencia,
conciencia e instinto de más de una generación entera, como para que
alguien venga a decirme ahora que las cosas han cambiado o que a alguien
le interesa dicho cambio". Ana Vega rastrea en sus antepasados el
origen de sus alteraciones. Quiere comprenderse. Hay algo de hipnosis en
este libro. Ella es la cúspide de una montaña de generaciones. Están
presentes la sombra de sus abuelos, las historias de infancia de su
padre y su madre (como el “La muñeca” “Maíz” o “El cuadro). Al contar su
historia familiar Ana Vega cuenta –con más o menos diferencias- la
historia de todos nosotros. El olor agrio de la antigua pobreza
permanece hoy disimulado por perfume, por ropa de Primark y por
el humo de los tubos de escape: olor de axilas, glándulas, bocas destrozadas, genitales. Aquella suciedad, la desnutrición,
la ignorancia, la convivencia con las bestias. La vida parece una
enfermedad de transmisión sexual. La confesión personal se convierte en
constatación del sufrimiento: “Todas las vidas están dibujadas en forma de cruz” dice en un poema.
Su
poema “Miseria” es un agudo examen de la vergüenza que da ser pobre en
esta sociedad de consumo. (¿Sociedad de consumo? Este concepto ya se ha
repetido millones de veces, es una obviedad sin valor, es como decir “el
cielo es azul”). En este poema se dice: “Tres veces en un mismo día a la oficina de banco. Diez llamadas para pedir un poco de liquidez” y continua: “porque tu vida depende de quien puede adelantarte dinero, / porque tu vida depende de quienes se ríen en tu cara” Llegar al supermercado “y
que cualquier producto que un niño alcanza con el brazo suponga un reto
insólito: / por mucho que estires los dos brazos no llegas a pagar el
importe exacto/ de cualquier sección de las de elementos prescindibles” (A
mí los supermercados, dicho sea de paso, me causan más melancolía que
una visita al cementerio). Ana Vega ha debido de oír muchas veces
palabras edificantes, consejos dictados por la vanidad de supuestos
amigos. Es fácil dar consejos, dice, si las cosas te van bien: “qué bueno dar lecciones desde el otro lado de la alambrada/ quizá yo misma desde ese lado también/ me habría atrevido”
Ana Vega ataca a los abogados de este mundo; a quienes justifican
beatamente la situación del miserable y le recomiendan cristiana
resignación. Ana Vega conoce bien los mecanismos psicológicos de los marginados y la moral que se les aplica. Como dice en
“Compasión”: “La compasión es acercarse al otro/ desde un
lugar más elevado. /Es permitirse este juego de poder/ del que nace toda
desigualdad/ Es atreverse a dar lecciones de vida/ o imponer sabidurías
que no han soportado/ el peso de vida y conciencia” Se nota que la poeta está harta de oír esa música celestial.
Leyendo “Herencia” me vino a la mente el verso de García Lorca: "y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada". Visto
cómo acabó el pobre Lorca debe de ser cierto. Y como hablamos de
herencia (la herencia de la carne) recuerdo aquel poema de Larkin:
“Anda que tus padres bien te jodieron/ queriendo o sin querer, la
jorobaron/ Con todos tus defectos te cargaron/ y algunos de propina aún
añadieron” Defectos, taras, miserias transmitidas de generación en
generación. Los padres son culpables e inocentes: culpables en cuanto
padres, inocentes en cuanto hijos. La solución pasaría por romper esta
cadena no teniendo descendencia. No el camino que desciende, sino el que
asciende es el que recorre Ana Vega.
En
Ana Vega todo es lucha. Hay heridas, insomnios, frío, sangre, lágrimas,
colmillos, alambradas, soledad, desafíos, abismos. La poeta tantea y
conoce su fuerza, su capacidad de resistencia. Así lo dice en el último
poema del libro “Herencia”: “una devastación interior / que
concluye en una cierta fiereza/ o carácter salvaje o indómito/ tal vez
herencia animal/ de quien ha logrado sobrevivir/ a lo largo de esta
historia” Devastación interior, dice. Y no
parece que exagere. No hay pose en sus versos. El libro se cierra con
una cita de Thomas Bernhard, otro que sabía de fríos, de sótanos, de
respiraciones y de extinciones.
Estamos
en 2018. “Herencia” es un buen libro para celebrar el cincuentenario de
mayo del 68. El envilecimiento de la
vida pública, la precariedad, los sueldos de miseria, el trabajo
esclavo, el horror que vomitan a diario los medios, el desprecio por la
reflexión y el silencio, el desastre medioambiental y dios sabe cuántas taras más es
lo que hemos heredado.
Me temo que seguiremos royendo granos de maíz. De maíz transgénico. Mientras tanto a resistir, como Ana Vega.
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