Un poema de Miroslav Holub

NAPOLEÓN

Niños, cuándo 
nació Napoleón Bonaparte,
pregunta el maestro.

Hace mil años, dicen los niños.
Hace cien años, dicen los niños.
El año pasado, dicen los niños.
Nadie lo sabe.

Niños, qué hizo
Napoleón Bonaparte,
pregunta el maestro.

Ganó una guerra, dicen los niños.
Perdió una guerra, dicen los niños.
Nadie lo sabe.

Nuestro carnicero tenía un perro
que se llamaba Napoleón,
dice Frantisek.
El carnicero le pegaba y el perro murió
de hambre
el año pasado.

Y todos los niños tienen pena ahora
por Napoleón.

Que mi destino no importe

En el autobús leo en folios 
los poemas que imprimo.
Amanece detrás de los cristales. 
A mi alrededor los vivos y sus afanes.
Chicos, mujeres comienzan la jornada.
Leo "Los dioses de Grecia" 
de pie, manteniendo el equilibrio.

El autobús se para ante el semáforo en rojo.
Hitler ordena la invasión de Rusia.
Esta vieja ciudad podría ser Minsk,
sus edificios montones de ruinas
y sus habitantes espectros.
Hablamos español, una lengua viva.

Llevo en los bolsillos del abrigo un montón
de folios atados con una goma.
Poemas de Yeats, de Rilke, de Auden, de
Zbigniew Herbert. Próxima parada
"Plaza de la Paz". Ya tengo que bajarme.
Dentro de este autobús
doy cercos a la negra sepultura.
Trato de ser digno. 
                                  Observo el arcoiris 
de la fuente. No percibo millones de detalles.

Trato de ser digno.
Es el remordimiento del superviviente.
Petrarca me sostiene. Me sostiene comer.
Pero soy torpe y débil y tenaz
y no sé lo que quiero.
Me he vuelto astuto como un zorro hambriento.
Tubos de escape, aire contaminado
y polvo en suspensión.

Si la vida no tiene sentido 
que mi destino no importe,
que la belleza y la bondad me eleven
mientras no acabe hurgando en la basura
o meándome encima.

"Herencia", de Ana Vega

Texto de la presentación de "Herencia" de Ana Vega en la librería Santa Teresa de Oviedo, el 18 de enero del 2018.

Los gritos salían de la boca del toro de Falaris convertidos en una rara música que agradaba los oídos del tirano siciliano. Ana Vega realiza esta extraña operación: su dolor vital, su inadaptación al mundo, su rabia, su desesperación se convierten en poemas de gran potencia. No hay ninguna pose en ellos. Lo que más admiro de su escritura (pienso en “El cuaderno griego” además de este libro) es su franqueza, su elocuencia, la ausencia total de frivolidad. Dice en uno de los poemas de este libro: “Atada pues de por vida/ a la miseria y a las ratas/ pero nunca a la mansedumbre” Parece domesticada pero es como un felino. Instinto. Resiliencia.

La poesía de Ana Vega es directa, seca, sin retórica. Nos mete de lleno en su torbellino de malestar. El poema “Rendición” empieza: “Todo lo que soy es, parte de, avanza, camina hacia/ y desde la miseria. /  La miseria en su más amplio sentido/ y tejido universal. Moral, física, económica, laboral/ del individuo y de quien elige que ésta le defina. / Acostumbrada a dirigir mis pasos entre estos escombros / de humanidad”

Estos poemas desarrollan un desafío, una desobediencia, una rebeldía. La poeta sabe que existe algo (el poder, el orden social) que intenta impedirle que hable, que proteste, que ponga el grito en el cielo. Es perfectamente consciente de esto: “Si pretendes impedir que hable/ o piense o diga ambas cosas/ debes atar bien fuerte mis muñecas/ y coserme la boca con tal brutalidad/ que impidas que yo misma/ me devore los labios/ hasta escupir todo silencio” Y más adelante concluye: “Y contra esto he de decirte también/ es imposible cualquier intento/ de silenciarme”

El libro se abre con citas de Cortázar, Hugo Mújica, Pessoa y Valente. “Herencia” me recuerda los lamentos de César Vallejo: el sufrimiento; o, mejor dicho, el escándalo del sufrimiento.  En “Voy a hablar de la esperanza” dice el poeta peruano: "Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente". Ana Vega también siente y se expresa así.

Por su sentimiento de caos y cierta vena apocalíptica Ana Vega pasaría, para mí, por una poeta expresionista. Es el tema de la decadencia, de la podredumbre, de las maldiciones hereditarias. Uno de aquellos poetas expresionistas dice: “Jamás atravesados por sentimientos/ mutuamente insensibles y rígidos/ ascienden y se hunden/ los soles, los átomos: los cuerpos en el espacio” La naturaleza es una mecánica despiadada (no ha perdido la piedad, simplemente no la conoce). Esta insensible mecánica física es también la mecánica de la transmisión de la vida: la maquinaria biológica que perpetúa ciegamente taras y miserias.

En este libro de Ana Vega hay antiguas humillaciones, hambre atrasada, pobreza hereditaria, exclusión, rabia acumulada, muebles ajenos. Este libro está atravesado por el estigma de pertenecer a una clase social, es un libro político. Contiene aquella época de escasez de la posguerra, emigraciones frustradas, servidumbres remotas que llegan hasta el presente. Ana Vega tiene la inteligencia suficiente para darse cuenta de sus orígenes. Se ha liberado de la fatalidad y la injusticia  hereditarias en la medida en que las conoce, pero esto mismo le hace sufrir. Este libro es una paradoja de la lucidez: por un lado la consciencia del determinismo hereditario, de la injusticia social; por otro la voluntad de escapar de esa herencia que a la vez se asume y se rechaza. Estaría realmente hundida si no se diera cuenta de su situación y viviera más o menos satisfecha. Reconocer la enfermedad es el principio de la curación. Dice en un poema: “La herencia no me ha enseñado nada, / tan sólo a repetir los errores/ de la manera más incauta posible” Y también: “Mi padre recuerda aún hoy/ la ferocidad con la que éstos/ devoraban el maíz crudo. /Dicha herencia / nos impide/ aflojar la mandíbula/ en esta casa”  Qué rebeldía, qué furia y qué rabia hay en estos versos del para mí mejor poema del libro “La bicicleta”: "Aprendí el significado de poseer cosas muy pronto y todo lo que significa no tenerlas. También que a las señoras de bien les gusta escoger a niñas de familia humilde pero que sin embargo son “finas” y “educadas” -dieron por hecho que la cultura de los libros sólo alcanzó a los que pudieron comprar dicha cultura y dichos libros- puesto que la cultura viene de cuna, de cuna y ornamentos, dicen". Sí, las señoras de bien que escogen niñas de familia humilde pero que sin embargo son “finas” y “educadas”. Contagiados por la indignación dan ganas de pegarle fuego a las casas de esas señoras de bien. Ana Vega expone con elocuencia estas injusticias. Hace que a uno le hierva la sangre.

Esta penosa historia no es nada excepcional, naturalmente. Por otra parte la miseria más negra fue el estado general de la humanidad y lo sigue siendo en muchas partes del mundo (entre nosotros está más disimulada pero existe y para verlo aquí está este libro). Aparte de esto los graves conflictos familiares siempre han sido frecuentísimos aunque no todos le escriben, como Kafka, una carta al padre.

El peso de la Herencia, la institución de la familia. En el  poema “La bicicleta” dice Ana Vega: "Veo en este tejido familiar la raíz de quien soy ahora y muchas de las alteraciones que sufro al contemplar cómo la escena se repite y negarme a tragar mentira alguna pues en mi piel y en mí llevo la experiencia, conciencia e instinto de más de una generación entera, como para que alguien venga a decirme ahora que las cosas han cambiado o que a alguien le interesa dicho cambio". Ana Vega rastrea en sus antepasados el origen de sus alteraciones. Quiere comprenderse. Hay algo de hipnosis en este libro. Ella es la cúspide de una montaña de generaciones. Están presentes la sombra de sus abuelos, las historias de infancia de su padre y su madre (como el “La muñeca” “Maíz” o “El cuadro). Al contar su historia familiar Ana Vega cuenta –con más o menos diferencias- la historia de todos nosotros. El olor agrio de la antigua pobreza permanece hoy disimulado por perfume, por ropa de Primark y por el humo de los tubos de escape: olor de axilas, glándulas, bocas destrozadas, genitales. Aquella suciedad, la desnutrición, la ignorancia, la convivencia con las bestias. La vida parece una enfermedad de transmisión sexual. La confesión personal se convierte en constatación del sufrimiento: “Todas las vidas están dibujadas en forma de cruz” dice en un poema.

Su poema “Miseria” es un agudo examen de la vergüenza que da ser pobre en esta sociedad de consumo. (¿Sociedad de consumo? Este concepto ya se ha repetido millones de veces, es una obviedad sin valor, es como decir “el cielo es azul”). En este poema se dice: “Tres veces en un mismo día a la oficina de banco. Diez llamadas para pedir un poco de liquidez” y continua: “porque tu vida depende de quien puede adelantarte dinero, / porque tu vida depende de quienes se ríen en tu cara”  Llegar al supermercado “y que cualquier producto que un niño alcanza con el brazo suponga un reto insólito: / por mucho que estires los dos brazos no llegas a pagar el importe exacto/ de cualquier sección de las de elementos prescindibles”  (A mí los supermercados, dicho sea de paso, me causan más melancolía que una visita al cementerio). Ana Vega ha debido de oír muchas veces palabras edificantes, consejos dictados por la vanidad de supuestos amigos. Es fácil dar consejos, dice, si las cosas te van bien: “qué bueno dar lecciones desde el otro lado de la alambrada/ quizá yo misma desde ese lado también/ me habría atrevido” Ana Vega ataca a los abogados de este mundo; a quienes justifican beatamente la situación del miserable y le recomiendan cristiana resignación. Ana Vega conoce bien los mecanismos psicológicos de los marginados y la moral que se les aplica. Como dice en “Compasión”: “La compasión es acercarse al otro/ desde un lugar más elevado. /Es permitirse este juego de poder/ del que nace toda desigualdad/ Es atreverse a dar lecciones de vida/ o imponer sabidurías que no han soportado/ el peso de vida y conciencia” Se nota que la poeta está harta de oír esa música celestial.

Leyendo “Herencia” me vino a la mente el verso de García Lorca: "y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada".  Visto cómo acabó el pobre Lorca debe de ser cierto. Y como hablamos de herencia (la herencia de la carne) recuerdo aquel poema de Larkin: “Anda que tus padres bien te jodieron/ queriendo o sin querer, la jorobaron/ Con todos tus defectos te cargaron/ y algunos de propina aún añadieron” Defectos, taras, miserias transmitidas de generación en generación. Los padres son culpables e inocentes: culpables en cuanto padres, inocentes en cuanto hijos. La solución pasaría por romper esta cadena no teniendo descendencia. No el camino que desciende, sino el que asciende es el que recorre Ana Vega.

En Ana Vega todo es lucha. Hay heridas, insomnios, frío, sangre, lágrimas, colmillos, alambradas, soledad, desafíos, abismos. La poeta tantea y conoce su fuerza, su capacidad de resistencia. Así lo dice en el último poema del libro “Herencia”: “una devastación interior / que concluye en una cierta fiereza/ o carácter salvaje o indómito/ tal vez herencia animal/ de quien ha logrado sobrevivir/ a lo largo de esta historia”  Devastación interior, dice. Y no parece que exagere. No hay pose en sus versos. El libro se cierra con una cita de Thomas Bernhard, otro que sabía de fríos, de sótanos, de respiraciones y de extinciones.

Estamos en 2018. “Herencia” es un buen libro para celebrar el cincuentenario de mayo del 68. El envilecimiento de la vida pública, la precariedad, los sueldos de miseria, el trabajo esclavo, el horror que vomitan a diario los medios, el desprecio por la reflexión y el silencio, el desastre medioambiental y dios sabe cuántas taras más es lo que hemos heredado.
Me temo que seguiremos royendo granos de maíz. De maíz transgénico. Mientras tanto a resistir, como Ana Vega.

Di fastidii e di noie

Tres nombres al azar: Alfred de Musset, Aníbal Carracci y el Parmigianino. Mal, acabaron muy mal. 
         Joder, qué decepción. 
        Tan mal como Nerval, Baudelaire, Lautréamont, Aloysius Bertrand, Catulle Mendès, Tristan Corbière, Verlaine, Rimbaud, Larra, Espronceda, Rosalía de Castro, Mozart, Bécquer, Leopardi, Novalis, Schiller, Chénier, Hölderlin, Kleist, Lenau, Pushkin, Lermontov, Shelley, Keats, Byron, Raimund, José Asunción Silva, Pellizza da Volpedo, el padre Arolas, Nietzsche, Van Gogh, Wilde, Trakl, Georg Heym, Verhaeren, Hermann Ungar, Kafka, Tucholsky, Stefan Zweig, Virginia Woolf, Albert Ehrenstein, Armando Buscarini, Gabriel Ferrater, Sylvia Plath, Anne Sexton, John Berryman, Scott Fitzgerald, Jaroslav Hasek, Modigliani, Albert Camus, Tadeusz Borowski, Ödön von Horváth, Pavese, Walter Benjamin, Mandelstam, Marina Tsvetáyeva, Maiakovski, Isaac Babel, Chéjov, Esenin, Dovlátov, Hemingway, Delmore Schwartz, etc etc 
        La fatalidad, la desolación, el huracán de la Historia se los llevó a todos de mala manera.
       Vorsicht! Cuidado! Beware! Las Musas son las Furias, escilas y caribdis. Sea como sea, el último acto de esta comedia es siempre sangriento. Hay pocas "eutanasias". Algunos, muy pocos, aguantaron: Goya, Goethe, Thomas Mann, Víctor Hugo, Günter Grass, Beckett, Borges, Eliot, Vargas Llosa... ¡y hasta Cioran y Charles Bukowski!  

Et a questo modo pose fine (Parmigianino) ai travagli di questo mondo, che non fu mai conosciuto da lui se non pieno di fastidii e di noie