Georg Heym y Baczynski

Nada innovador en lo formal Georg Heym era un revolucionario en el contenido. Los pocos, pero suficientes, poemas que dejó son cuadros expresionistas, visiones apocalípticas de una ciudad que como Sodoma está abocada a la destrucción. Creo que ya he escrito sobre este poeta alemán con lo que creo que me repito. Esta observación es de una ingenuidad deliciosa. Estupendo. Heym es un poeta que me gusta especialmente. "Me cae bien" eso es todo. No sé el motivo. No lo hay, ni tiene por qué. Bueno, tal vez sí. Murió joven y tontamente. Dicho de sea de paso detesto a Renoir y a Rubens, por ejemplo. Quiero decir que no me gustan nada sus cuadros y les insulto por eso. El polaco Herbert dedicó a Heym un poema en el que imagina el accidente fatal: Heym patinaba en un lago y el hielo se rompió. Cayó al agua gélida el amigo con el que estaba y por rescatarlo perecieron los dos. Sucedió en Berlín en 1912. Un poeta maduro dedica un poema a un poeta jovencísimo y genial. Szymborska escribió un poema sobre Krzystof Baczynski que murió a los 23 años en la insurrección de Varsovia de 1944. Baczynski  está considerado como un genio. Un genio truncado, como Heym, en plena floración. ¿Qué hubieran escrito estos dos muchachos si el destino les hubiera reservado una vida larga? (Cada uno de nosotros tiene un destino y y ése es la duración de su vida. Algo que escapa a nuestro control. Cada día que vivimos se lo ganamos a la muerte. El hilo de las Parcas). ¿Se hubieran hartado de la poesía? ¿Repetirían versos cacofónicos sin gracia? La poesía es cosa de jóvenes, como Soberano es cosa de hombres. La misma pregunta suscitan Keats, Shelley o Novalis. Bah, el mito romántico que tanto daño ha hecho. Yo qué sé. "Al cincuentón obeso en que se convirtiera" dijo Cernuda en un poema dedicado a Manuel Altolaguirre. Mucho nos cambian los años. De hecho Baczynski estaba ya casado e iba a ser padre. Es de suponer que le esperaba (y deseaba) una apacible vida burguesa si los nazis no hubieran arruinado el mundo. Su mujer murió un mes después que él en esa ciudad que no era imaginaria, sino realmente apocalíptica. Georg Heym presintió la catástrofe. Baczynski, Herbert, Milosz y Szymborska, conocieron la catástrofe. Bueno, sigo. Szymborska, en su poema de homenaje a Baczynski, recurrió a un truco original y brillante: no tomó el momento de la muerte del poeta, como hizo Herbert, sino que lo imaginó ya viejo en un balneario, leyendo tranquilamente el periódico, con sus arrugas, sus carnes flácidas y esas cosas que trae la vejez. Szymborska quiere destacar que todo es rutinario, que a nadie extraña la presencia del viejo Baczynski en ese comedor (milagrosamente aquella bala no le mató, le pasó rozando la cabeza). Para lograrlo hace que reciba una llamada de teléfono y un empleado diga en voz alta: "una llamada para usted, señor Baczysnki" Nadie se gira ni se inmuta. Ni Heym ni Baczynski llegaron a cumplir 25 años. La gracia de la juventud eterna. Ahora ya me admiran tanto o más -pues empiezo a saber lo que pesan los años- los productos de la vejez creadora que la madurez de un muchacho genial. Aportar algo nuevo cuando se pasa de los 50 años es un milagro (yo paso de esa edad y descubro un dolor nuevo cada día. ¡Eureka!) Quienes lo consiguen son titanes. Pero seamos más modestos. No hace falta producir algo grande. Envejecer con elegancia y lucidez ya es un arte. Qué difícil es mantener el espíritu joven y vigoroso, sin que las telarañas de los prejuicios lo paralicen. ¡Ah, cincuentones obesos! Si pienso en un viejo "joven" me vienen a la mente Kant, Cervantes, pero, sobre todo, Goethe. No hubo hombre más favorecido por el destino ni que mejor aprovechara los largos días de su vida. Pero, insisto, no se trata de emular a ese personaje bastante antipático y simpático a la vez. Un viejo digno y ágil es una obra de arte. Ahora bien, uno puede esperar llegar a los ochenta si no se cruza una guerra mundial por medio o no fallece en un accidente estúpido. ¿Podemos confiar en llegar a esa edad en medio de esta pandemia? 

Meditación frente al mar

Como somos parte de esta naturaleza convulsa el conflicto, la guerra, es inevitable. ¿O no es así? Vencer a la naturaleza ha sido un propósito humano quizá desde los mismos orígenes. pero hasta ahora no hemos podido detener el envejecimiento ni eliminar la muerte. Tal vez el miedo y el deseo (codicia, ambición, erotismo) sean las dos fuerzas primordiales de nuestra vida interior, nuestras pasiones principales. El miedo nos hace huir del peligro y atacar lo que consideramos que nos amenaza a condición de que sea más débil. La crueldad es hija de la cobardía, creo que dijo Montaigne. El deseo, el deseo sexual más exactamente, es la fuerza que nos trasciende; la voz de la especie que nos impone engendrar otro hombre, continuar la irracional cadena de la vida. Obedecemos a ella como sonámbulos. Esto lo expuso como nadie Schopenhauer. Quizá existan dos temperamentos: uno, el que presume que la humanidad es capaz de superar todas las barreras y progresar, y otro el que se resigna a que la humanidad nunca pueda salir del estrecho círculo en que la naturaleza la ha puesto. (La vida de un hombre, para la naturaleza, vale tanto como la vida de un caracol). El primero es un temperamento optimista; el segundo, melancólico. Mientras escribo esto recuerdo las Rubbayat (creo que se escribe así) de Omar Khayam. No sabemos por qué hemos venido (nacido), no sabemos por qué tenemos que irnos (morir). La vida es un brevísimo intervalo entre dos eternidades de nada (donde el tiempo no existe). Sólo existe este presente fugitivo, no tenemos más que eso y la memoria que también inventa. La vida es una alucinación muy nítida, nada más. Continuamente tenemos ante los ojos señales de la disolución de todas las cosas: el humo que se desvanece, las nubes, las sombras que corren, el agua que fluye. La arcilla de la que está hecha la jarra de vino fueron los labios de una mujer hermosa (una imagen del poeta persa). Tenemos una idea de los antiguos griegos y romanos que cambia con cada época, no sabremos cómo fueron en realidad. El tiempo pasado es la ceniza, la brasa, de un fuego que ardió. Otra señal de disolución. Para esta naturaleza convulsa de la que formamos parte nuestra civilización (me temo que sólo existe una en la actualidad, hegemónica, dominante en todo el planeta) no es absolutamente nada. Ni la presente ni las pretéritas que el olvido ha consumido. La cultura es una herencia que recibimos de nuestros antepasados, el resultado del trabajo de miles de generaciones y en sus logros artísticos (el Partenón, la lucha contra las enfermedades, la manera de cocinar un pescado, el conocimiento de la naturaleza) lo que hace que la vida sea digna de ser vivida. Cierto que la historia no es más que el relato de los crímenes y locuras de la humanidad, según afirmó Gibbon. En un estado de naturaleza la vida, como dijo muy bien Hobbes, es solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta.  
       Todos estos pensamientos, despeinados por el fuerte viento, visitaron hoy mi desordenada cabeza mientras paseaba solitario por una playa desierta. ¿Tendría que hacerme socio de algún equipo de fútbol o echarme novia?

Luces de la ciudad

A propósito de la presente iluminación navideña parece que los ayuntamientos han tirado la casa por la ventana (hace tiempo de un edificio tiraron por las ventanas a unos delegados del emperador católico y así empezó la Guerra de los Treinta Años). Calles, avenidas y callejones: en ningún lugar faltan las luces, parece un escenario psicodélico. Las ciudades sufren alucinaciones. Cada año es igual, salvo en este extraño otoño del 2020 en que este truco de la felicidad tiene un significado especial pues el ángel exterminador sobrevuela las poblaciones. Un equipo de psiquiatras debió de asesorar a los concejales y otras autoridades: "Dad a la plebe muchas lucecitas. Muchas. Son como niños. Se contentan con tan poco..." Caminando bajo esta catarata de colores, al atardecer, antes del toque de queda, con todo dios enmascarado, piensa uno que la vida es un delirio. Siempre lo ha sido, pero ahora se nota más. El Bosco era un pintor hiperrealista. 

Adiós, noble amigo

Quedamos abandonados cuando perdemos a un amigo verdadero. Un amigo verdadero es el que se prueba en la prosperidad y en la desgracia. El que ha reído y llorado con nosotros. Mucho filosofamos él y yo; su conversación era un estímulo que hacía más ágil y despierta mi mente. Como el ambiente es hostil (y en estos tiempos de pandemia hasta un grado difícil de exagerar) su charla era para mí preciosa, una necesidad que atendía un par de veces al mes. Aquí dejó comentarios, todos brillantes y escuetos: la razón de este blog eran las frases agudas que él escribía. Era por naturaleza aristocrático, un espíritu distinguido, una persona elegante. Muy agudo y psicólogo. Conocía el arte de callar, era discreto. Apreciaba las letras, la historia, las artes y sobre todo la filosofía. Recuerdo que decía que le gustaba "ver pensar" al filósofo que estuviera leyendo. Pues leyó mucho y bien: Lucrecio, Séneca, Dante, Montaigne, Nietzsche, tantos y tantos espíritus del pasado, ésos sin los cuales no hay una verdadera educación. No tenía un gramo de pedantería. No era nada envidioso. Tenía un gran corazón y mantuvo en las circunstancias de su vida una entereza admirable. No sé bien si lo admiraba más que lo estimaba. Estaba desengañado de hipocresías, moralistas y sermoneadores. Sus opiniones morales me sentaban muy bien: no te agobiaba con cargas, culpas y responsabilidades sociales más o menos vagas. Aligeraba el corazón y era verdadero. "La gente es gente" decía con una sonrisa. También recuerdo su "teoría del metro cuadrado de felicidad", así la llamaba. Aprendió a gozar del momento fugaz viendo una película de Bergman (era un formidable cinéfilo), fumando una pipa y saboreando un whisky. Le vamos a echar mucho de menos. Mi inteligencia desfallecida se arrimaba al curso de su conversación para recuperar fuerzas y encontrar deleite. Algo se muere en el alma cuando un amigo se va, dice la canción que vengo recordando estos días. Ahora yo existo un poco menos. Una condición de mi perfectibilidad -de llegar a ser el que soy- ha desaparecido. Adiós, noble amigo. Adiós, noble Felipe.