En aquella playa, desierta en pleno junio, en la que ya estuviste unas tres veces -¡tres veces ya!- desde que comenzó tu época de ermitaño había grandes montones de algas. Aquí le llaman "ocle"a un tipo de alga roja que en tiempos se recogía y se usaba como abono. Unos días antes hubo una galerna y la fuerza del mar arrancó a las algas de las rocas: "esto pasa una vez cada diez años, me dijo un lugareño, es rarísimo que pase en junio". Las algas, que formaban una alfombra mullida, un colchón sobre la arena, serán recogidas de nuevo por el mar, arrastradas por las corrientes y servirán de alimento a los peces. "La naturaleza es sabia" me dijo el lugareño. Los habitantes de la ciudad, pensé, no perciben esas dinámicas, así que esa viejísima frase no tiene sentido para ellos.
Caminar entre las algas fue regresar a mi lejana, cada vez más lejana, época de estudiante de botánica. Es curiosa la memoria; afloró al recuerdo un festival de nombres científicos que creía olvidados: Gelidium sesquipedale, Laminaria ochroleuca, Fucus vesiculosus, Chondrus crispus, Ulva lactuca (la lechuga de mar). Esas algas, verdes, rosadas, pardas, formaban un manto polícromo que tenía armonía, los colores no desentonaban (la naturaleza es sabia). Podrían ser un cuadro abstracto.