Hace aproximadamente un año, mientras Libia estaba sumida en la guerra civil, una lancha neumática zarpó de la costa libia con 70 ocupantes a bordo. Refugiados de guerra que escapaban de su país esperando alcanzar las costas de la isla italiana de Lampedusa.
A las 16 horas de viaje se quedaron sin combustible y alimentos. Un naúfrago llamó por teléfono a un sacerdote eritreo que se encontraba en Roma. El sacerdote avisó al servicio de salvamento de la marina italiana. Un helicóptero localizó en alta mar la lancha. Les proveyó de agua y galletas y a eso se redujo la ayuda. La patera estuvo dieciséis días a la deriva. Las corrientes arrastraron la lancha otra vez a las costas de Libia. Sesenta personas murieron en esos días en que estuvieron perdidos en alta mar. Barcos de la OTAN que navegaban en esas aguas avistaron a los naúfragos pero omitieron el socorro. Abandonados a su mala suerte los ocupantes de la lancha fueron muriendo uno tras otro. No quiero imaginarme la escena.
Tal vez un crucero de lujo pasara lo suficientemente cerca de la patera como para que un grupo de turistas les saludara.